02 septiembre 2014

Es la guerra santa, idiotas!


Wehret den Anfängen! (Enfrenta los inicios!)


El mundo se desliza hacia el borde de todos los abismos y nosotros, bien gracias, aquí en América Latina ocupándonos de nuestras vainas locales, unos tratando de combatir el contrabando, otros controlando la inflación y otros más, dizque, haciendo elecciones.

A todas las catástrofes ambientales y sociales “en pleno desarrollo” apenas si les hacemos un guiño, como si de verdad creyéramos que de esa manera las haremos desaparecer y se esfumarán de nuestro horizonte de visibilidad. Se trate del cambio climático, la pobreza creciente, la pérdida de la biodiversidad, el envenenamiento de los suelos, la atmósfera o el agua, la inseguridad alimenticia, la acidificación de los océanos o el calentamiento global, no sentimos que nos estemos preparando a combatir contra todas esas catástrofes que están poniendo en vilo todas las formas de vida existentes, como si estuviéramos esperando el arribo intempestivo de algún ejército extraterrestre para asumir nuestra tarea.

A su vez la carrera hacia la muerte va cobrando cada vez no solo más celeridad y masividad, sino que va diversificando sus formas de aniquilación. Sean los bombardeos en Gaza, los migrantes muertos en sus intentos por pasar del África a Europa, la peste del ébola o las masacres en Irak y Siria, no hay duda que nos hallamos en un tiempo en que la vida va perdiendo su importancia y su valor sagrado, mientras que la imposición de las propias creencias y verdades se erige en el altar mayor de la humanidad, ante el cual todo sacrificio vale, no interesa la crueldad o bestialidad con que sea perpetrado.

En los últimos 3 meses la humanidad se va anoticiando poco a poco de una de esas expresiones más despiadadas y sanguinarias que ha visto el mundo crecer ante sus ojos: la emergencia del Estado Islámico (llamado también ISIS, DAESH o Califato Islámico). En este breve lapso de tiempo, el mundo ha podido conocer un sinnúmero de actos inauditos de crueldad que se inscriben fuera de toda ley, cultura o civilización, y sólo rivalizan con las manifestaciones más aberrantes de la historia humana.

El artículo de Arturo Pérez-Reverte, Es la guerra santa, idiotas, que se reproduce a continuación, es un intento casi desesperado por llamarnos la atención, por hacernos notar dónde nos hallamos metidos. Para Pérez-Reverte nos hallamos ya en medio de la tercera guerra mundial, y nosotros sin enterarnos, sin habernos dado por aludidos, como si pudiéramos pasar al siguiente punto del viejo orden del día, sin apuros ni modificaciones.

Según mi modesto parecer e impresión, creo que el asunto es aún mucho más grave: estamos sepultando los restos de una civilización que tenía la intención de hacer posible la convivencia humana pacífica. ¿Cuál es la diferencia entre una guerra mundial y el fin de esta civilización? Muy simple, pero muy aterradora: una guerra se puede ganar o perder, pero la pérdida de una civilización que pretendía hacer posible la convivencia pacífica, representa un desmoronamiento indecible, una forma de poner fin a toda opción de salida.

El mundo civilizado –o que se considera parte del mismo- no puede seguir actuando como si hubiera tiempo para todo o nos halláramos realmente a la espera de alguna fuerza milagrosa que nos haga el trabajo. Wehret den Anfängen (Enfrenta los inicios!) fue, es y será una sabia enseñanza que por lo general llega tarde, simplemente porque no queremos o no nos da la gana de identificar los orígenes, los inicios o las raíces de los males. Ello a su vez tiene que ver con nuestras obcecaciones, tozudeces o incapacidades de aceptar verdades extrañas a las nuestras.

Estamos ante otra encrucijada de nuestro tiempo: tenemos que elegir un rumbo en este cruce de caminos, donde prácticamente no hay espacio ni para la vacilación ni para el dilema. Solo la apuesta por la preservación de los valores esenciales de la civilización puede ser la salida y la solución. De otro modo corremos el inminente riesgo de quedar atrapados en los límites de una pax atómica, donde el que pretende ganar, pierde, porque también se borra del mapa.


Carlos Rodrigo Zapata C.
CLARABOYA

 



Es la guerra santa, idiotas

  
Foto de Arturo Pérez-RevertePinchos morunos y cerveza. A la sombra de la antigua muralla de Melilla, mi interlocutor -treinta años de cómplice amistad- se recuesta en la silla y sonríe, amargo. «No se dan cuenta, esos idiotas -dice-. Es una guerra, y estamos metidos en ella. Es la tercera guerra mundial, y no se dan cuenta». Mi amigo sabe de qué habla, pues desde hace mucho es soldado en esa guerra. Soldado anónimo, sin uniforme. De los que a menudo tuvieron que dormir con una pistola debajo de la almohada. «Es una guerra -insiste metiendo el bigote en la espuma de la cerveza-. Y la estamos perdiendo por nuestra estupidez. Sonriendo al enemigo».

Mientras escucho, pienso en el enemigo. Y no necesito forzar la imaginación, pues durante parte de mi vida habité ese territorio. Costumbres, métodos, manera de ejercer la violencia. Todo me es familiar. Todo se repite, como se repite la Historia desde los tiempos de los turcos, Constantinopla y las Cruzadas. Incluso desde las Termópilas. Como se repitió en aquel Irán, donde los incautos de allí y los imbéciles de aquí aplaudían la caída del Sha y la llegada del libertador Jomeini y sus ayatollás. Como se repitió en el babeo indiscriminado ante las diversas primaveras árabes, que al final -sorpresa para los idiotas profesionales- resultaron ser preludios de muy negros inviernos. Inviernos que son de esperar, por otra parte, cuando las palabras libertad y democracia, conceptos occidentales que nuestra ignorancia nos hace creer exportables en frío, por las buenas, fiadas a la bondad del corazón humano, acaban siendo administradas por curas, imanes, sacerdotes o como queramos llamarlos, fanáticos con turbante o sin él, que tarde o temprano hacen verdad de nuevo, entre sus también fanáticos feligreses, lo que escribió el barón Holbach en el siglo XVIII: «Cuando los hombres creen no temer más que a su dios, no se detienen en general ante nada».

Porque es la Yihad, idiotas. Es la guerra santa. Lo sabe mi amigo en Melilla, lo sé yo en mi pequeña parcela de experiencia personal, lo sabe el que haya estado allí. Lo sabe quien haya leído Historia, o sea capaz de encarar los periódicos y la tele con lucidez. Lo sabe quien busque en Internet los miles de vídeos y fotografías de ejecuciones, de cabezas cortadas, de críos mostrando sonrientes a los degollados por sus padres, de mujeres y niños violados por infieles al Islam, de adúlteras lapidadas -cómo callan en eso las ultrafeministas, tan sensibles para otras chorradas-, de criminales cortando cuellos en vivo mientras gritan «Alá Ajbar» y docenas de espectadores lo graban con sus putos teléfonos móviles. Lo sabe quien lea las pancartas que un niño musulmán -no en Iraq, sino en Australia- exhibe con el texto: «Degollad a quien insulte al Profeta». Lo sabe quien vea la pancarta exhibida por un joven estudiante musulmán -no en Damasco, sino en Londres- donde advierte: «Usaremos vuestra democracia para destruir vuestra democracia».

A Occidente, a Europa, le costó siglos de sufrimiento alcanzar la libertad de la que hoy goza. Poder ser adúltera sin que te lapiden, o blasfemar sin que te quemen o que te cuelguen de una grúa. Ponerte falda corta sin que te llamen puta. Gozamos las ventajas de esa lucha, ganada tras muchos combates contra nuestros propios fanatismos, en la que demasiada gente buena perdió la vida: combates que Occidente libró cuando era joven y aún tenía fe. Pero ahora los jóvenes son otros: el niño de la pancarta, el cortador de cabezas, el fanático dispuesto a llevarse por delante a treinta infieles e ir al Paraíso. En términos históricos, ellos son los nuevos bárbaros. Europa, donde nació la libertad, es vieja, demagoga y cobarde; mientras que el Islam radical es joven, valiente, y tiene hambre, desesperación, y los cojones, ellos y ellas, muy puestos en su sitio. Dar mala imagen en Youtube les importa un rábano: al contrario, es otra arma en su guerra. Trabajan con su dios en una mano y el terror en la otra, para su propia clientela. Para un Islam que podría ser pacífico y liberal, que a menudo lo desea, pero que nunca puede lograrlo del todo, atrapado en sus propias contradicciones socioteológicas. Creer que eso se soluciona negociando o mirando a otra parte, es mucho más que una inmensa gilipollez. Es un suicidio. Vean Internet, insisto, y díganme qué diablos vamos a negociar. Y con quién. Es una guerra, y no hay otra que afrontarla. Asumirla sin complejos. Porque el frente de combate no está sólo allí, al otro lado del televisor, sino también aquí. En el corazón mismo de Roma. Porque -creo que lo escribí hace tiempo, aunque igual no fui yo- es contradictorio, peligroso, y hasta imposible, disfrutar de las ventajas de ser romano y al mismo tiempo aplaudir a los bárbaros.