30 diciembre 2010

LA HORA DE LA FOCALIZACIÓN


Carlos Rodrigo Zapata C. (*)

Poniendo en juego toda la estructura de precios, trabajosamente organizada en Boli
via luego del proceso hiperinflacionario de los años 80, así como un sistema complejo de alianzas y lealtades construido con diversos sectores y organizaciones sociales, el gobierno del Presidente Evo Morales decidió poner fin a un proceso altamente subvencionado de expendio de los productos hidrocarburíferos que ha venido mermando las finanzas públicas en niveles y proporciones altamente significativas y produciendo estructuras distorsionadas en la economía boliviana.

Sin mayores consultas y de modo sorpresivo, el gobierno decidió elevar los precios de los combustibles líquidos hasta en más de un 80% (diesel y gasolina), sin afectar los combustibles gaseosos. Dado que los precios de los combustibles constituyen una de las bases fundamentales de todo el sistema de precios, estos iniciaron un proceso de ajustes multidireccional que apenas empieza, y ya ocasiona múltiples traumas y convulsiones en la población boliviana, en particular, por la incertidumbre que generan, por la pobreza de amplios sectores sociales y por el hecho que se puede anticipar que significarán en la mayoría de los casos una reducción del ingreso real de las familias. De pronto se observa que la economía boliviana y el proceso de cambio se estaban construyendo sobre premisas falsas, alejadas de la realidad.

La elevación de precios de los combustibles líquidos representa un retorno abrupto a esa realidad que nadie quería tomar en cuenta, por lo que gobierno tras gobierno se resistían a enfrentar y resolver esa tarea pendiente. Esta tarea ha sido asumida por el actual gobierno con gran osadía, aunque también con evidentes inconsistencias que es necesario vislumbrar y enfrentar a la brevedad. Sería una lástima que una medida urgente y necesaria pueda verse ostensiblemente perjudicada por no percibir adecuadamente la dirección de la que vienen las mayores presiones.

Dichas presiones provienen principalmente de los sectores empobrecidos de las áreas urbanas, insertos en el sector informal, que no reciben salarios y remuneraciones respaldadas por contratos y otras prestaciones legales, y conforman no menos del 60% de la población urbana, es decir, cerca de 4 millones de ciudadanos.

La declaración del presidente Morales, dedicada a presentar diversas medidas complementarias y paliativas del decreto que dispone la elevación de precios de los combustibles líquidos,
ha permitido reducir la tensión en algunos sectores sociales, en particular, fuerzas uniformadas, magisterio y salubridad pública, sector agrícola y parcialmente en la administración pública, pero no ha hecho referencia a los trabajadores del sector privado, y mucho menos a los trabajadores informales dependientes y por cuenta propia que parecen no haber sido tomados en cuenta.

Posiblemente las medidas dirigidas al sector agrícola resulten el conjunto de medidas más coherente, ya que se destinan recursos para riego, tractores y compra de alimentos a precios superiores al precio doméstico, aunque es posible advertir que los efectos combinados de dichas medidas recién podrán surtir efecto en no menos de tres años.

También el énfasis puesto por el jefe de Estado en su alocución en la elevación del precio del barril de petróleo que se pagaría a las empresas petroleras muestra que el tiro, por lo menos una parte sustancial del mismo, está dirigido a crear los incentivos requeridos para animar a las empresas petroleras a producir más petróleo, situación que permitirá reducir la importación de combustibles líquidos, al presente la factura más onerosa que debe pagar el país por la continua disminución en la producción de hidrocarburos líquidos.

El objetivo final de la medida, reducir subvenciones y contrabando de los combustibles líquidos, e incentivar a las petroleras para que mejoren sus niveles y ritmos de producción, son sin duda medidas indispensables para ordenar y organizar una economía a tono con sus recursos y posibilidades reales. Un ejemplo de cómo los combustibles subvencionados ocasionan una diversidad de distorsiones y conducen a la conformación de estructuras poco sostenibles, se aprecia en la alta dependencia del diesel del complejo agrícola comercial situado en el Oriente del país que pagaba menos de la mitad del precio que los países vecinos y consumía más del 50% del diesel importado y subvencionado. Por cierto que la mayor distorsión se producía con el contrabando de millones de litros de gasolina y diesel que han permitido por años ganancias extraordinarias a sus autores y una sangría infame de recursos para el país.

Todo este conjunto de medidas resulta desde todo punto de vista necesario y oportuno, pues es una forma de proteger los recursos del país y de “sincerar” la economía nacional. Por ello, resulta incomprensible que existan sectores sociales que reclaman y exigen la anulación de la medida gubernamental. En lugar de seguir mirando al pasado y quedarse inermes, petrificados como estatua de sal, es necesario dar otros pasos más en la dirección de encontrar el mejor punto de equilibrio para todo el conjunto de fuerzas sociales y factores productivos del país, de modo tal que esta medida nos fortalezca y no nos debilite.

Pero volvamos al meollo del problema aún pendiente de solución, el sector informal urbano dependiente, el que se halla al presente desprotegido y expuesto a grandes y graves presiones que sin duda no sabe cómo podrá enfrentar y resolver a corto plazo. Consideramos que no se puede volver a fojas cero, esto es, dar marcha atrás con la medida o emplear la totalidad de los recursos que se obtengan con ella para encarar o paliar socialmente los efectos de la misma. Es la hora de la focalización, es decir, la hora de diferenciar qué sectores sociales requieren apoyo y ayuda y qué sectores no lo requieren o sólo en menor medida.

Posiblemente gran parte del descalabro que originará la implementación de la medida de la elevación de los precios de los hidrocarburos y el ajuste paulatino de los precios que ocasionará la misma a lo largo y ancho de toda la economía, se podría haber evitado si desde un principio se hubiera trabajado con un enfoque que procura centrar el apoyo en los sectores sociales que verdaderamente lo requieren y necesitan, y no producir beneficios generalizados para toda la población, independiente de sus propios ingresos y poder de compra, como ha sucedido hasta el presente. Ello ha ocasionado que la cuenta anual en subvenciones e importaciones –estas últimas originadas tanto por la reducción de la producción petrolera, como también por la excesiva demanda de productos subvencionados– crezca desmesuradamente, obligando prácticamente al país a tener que tomar medidas heroicas que por lo general ocasionan mucho ruido y desorden en el sistema de precios y en la economía en general. Según cifras divulgadas, entre costos de importación de combustibles y las subvenciones, Bolivia habría erogado en el curso del año 2010 la suma de 950 millones de dólares, monto muy próximo al total de nuestras exportaciones anuales hasta principios de la presente década.

La pregunta que debe resolverse es cómo focalizar, cómo llegar de modo prioritario a los sectores urbanos marginales e informales dependientes que viven en las áreas periurbanas y en los cinturones más apartados de las conurbaciones metropolitanas para evitar que el alza generalizada de los precios que se nos avecina, comprometa sus propias capacidades de producción y reproducción de modo irremediable.

A continuación se presentan algunas sugerencias que pueden ayudar a distender la presión actual y hacer factible y viable la medida dispuesta que significa a todas luces la recu
peración de recursos a favor de la economía nacional, lo cual debe hacerse sin afectar las condiciones ya de por sí muy precarias de subsistencia de los sectores sociales señalados.

Una medida señalada en el momento de dictarse la elevación de precios de los combustibles, pero no reiterada ni ratificada por el Presidente de la República, se refiere a que los precios de los servicios básicos (agua, luz, telefonía) se mantendrán “congelados”. Esta medida es fundamental.

No obstante, es preciso ir más allá, es necesario reducir los precios de algunos de dichos servicios, especialmente en los casos en que se cuente con ciertas capacidades adicionales, como es el caso del sector eléctrico. Una forma de llegar a los sectores sociales señalados consiste en reducir el precio de la energía eléctrica, particularmente de los hogares que tienen un consumo relativamente bajo (lo cual es a su vez indicador de bajos ingresos). Ello permitiría no sólo llegar a los sectores sociales más desprotegidos e ignorados de nuestra sociedad, sino también hacer uso de modo más efectivo de las capacidades instaladas en otros sectores, no dejar que toda la demanda de energía recaiga sobre el sector hidrocarburífero, diversificar los productos energéticos y distribuir mejor su utilización.

Otro tanto se requiere en los sectores salud, saneamiento básico, vivienda y provisión de bienes y servicios públicos y colectivos que sean particularmente relevantes para los sectores sociales señalados. En todos y cada uno de estos sectores se debe priorizar la atención de los sectores sociales informales dependientes y sus familias, con particular énfasis en las dimensiones de género y generacional, ya que allí se halla uno de los sectores más frágiles y vulnerables de la sociedad que viven siempre en situación de extrema precariedad y haciendo inmensos esfuerzos por “parar la olla”, una tarea que se convertirá en un verdadero tormento a la hora en que la nueva trama de precios en la economía vaya tomando forma más definitiva.

Es posible que por ahora, a corto plazo, no se pueda destinar todos los recursos que se ahorren para inversiones. Ello no sería por falta de voluntad, sino por la necesidad de no dejar librado a su suerte a ningún sector social en este proceso de ajuste mayor. Por otro lado tampoco es justo que todos los sectores sociales carguen con una cuota parte semejante en este sacrificio, como si la riqueza estuviera repartida igualitariamente en la sociedad. Posiblemente es bueno y oportuno recordar que cerca al 60% de la riqueza nacional se halla en poder del 10% más rico de las familias y que en el otro extremo menos del 2% de la riqueza se halla en poder del 10% más pobre. No es casual que Bolivia sea considerada uno de los países más desiguales del mundo en materia de distribución de la riqueza.

Atrevámonos a poner en orden la economía, hagamos el esfuerzo de montarla sobre bases realistas, dejemos los discursos altisonantes que apuntan a granjearnos simpatías baratas a costa de dejar las cosas como están, busquemos soluciones más ambiciosas, demos nuevos pasos que nos conduzcan hacia nuestras ansiadas metas de liberación económica, social y política, librándonos de toda clase de yugos y formas de dependencia y opresión. Sin estas directrices mínimas siempre apuntaremos a la vía más simple y sencilla que es la de no hacer nada. Nos merecemos mucho más, pero debemos trabajar por conseguirlo.

* Economista, especialista en planificación regional. E.mail: CarlosRodrigoZapata@gmail.com

14 diciembre 2010

Bolivia, país de alto riesgo


Carlos-Rodrigo Zapata C.

En las últimas décadas se ha podido observar un crecimiento irrefrenable de los desastres a escala mundial, tanto en frecuencia, como en magnitud y extensión. Un estudio de NNUU revela que el crecimiento en el impacto o daño que causan los desastres, ocasionados por inundaciones, huracanes, deslizamientos, incendios y otros, se ha multiplicado 14 veces en los últimos 40 años del Siglo XX, al pasar de 39 mil millones a 560 mil millones de dólares los costos que anualmente ocasionan los desastres a la economía mundial.


La explicación actual de este fenómeno señala de modo unánime al ser humano y su intervención depredadora sobre su propio hábitat como el gran causante o responsable de esta debacle, al punto que la especie humana es considerada cada vez más una especie suicida, pues parece empeñada en destruir sus propias bases de sustentación, extremo al que no llega ninguna (otra) especie animal conocida.

La culminación actual de este proceso de destrucción masiva de nuestras bases de vida se expresa de modo patético en el cambio climático, el que mediante el calentamiento esperado de la atmósfera terrestre en 3 a 5 grados centígrados en el curso del presente siglo, desencadenará el deshiele de los polos y nieves eternas, así como una cantidad impredecible de mutaciones y desajustes de la flora, la fauna y los biotopos respecto de sus comportamientos tradicionales, cambios que alterarán profundamente los sistemas tradicionales de producción, ya que los conocimientos y medios disponibles quedarán en muchos casos obsoletos o en desuso, a la par que se requerirá una multiplicidad de nuevos recursos y saberes para adaptarse a las nuevas condiciones que nos imponga el clima.

El cambio climático es un mal público global, una externalidad negativa, que constituye una amenaza sin parangón para las sociedades y la existencia misma de la especie humana. Nos toca sufrir sus consecuencias, hayamos o no contribuido a provocar ese efecto, a la par que debemos desarrollar con urgencia las capacidades necesarias para preparar a la sociedad a convivir con las consecuencias que nos está trayendo este cambio, sin dejar de lado la lucha por evitar el calentamiento planetario.

Más allá de esta amenaza global, el incremento de los desastres a escala local también surge por los “problemas no resueltos del desarrollo” que conforman una cadena social e institucional de errores, omisiones y malas prácticas, tanto en los procesos de ocupación territorial (inadecuada construcción y emplazamiento de la infraestructura), como en el manejo no sostenible de los recursos naturales renovables. Por decirlo de modo simple, si bien en todas partes llueve, sólo se caen casas en lugares altamente vulnerables, expuestos a deslizamientos.

El Abc de la gestión de riesgos señala que los desastres son riesgos no manejados y que los riesgos a su vez son el resultado de amenazas (inundaciones, huracanes, sismos, etc.) y vulnerabilidades (exposición al peligro de elementos valiosos para la vida humana). De ahí podemos concluir que sólo limitando los posibles efectos de las amenazas y previniendo o restringiendo las vulnerabilidades, sería posible reducir los riesgos de desastres.


Ello significa que no existe un designio divino que ocasiona desastres, sino un comportamiento humano irresponsable con sus propios congéneres. Los desastres afectan más gravemente a los sectores más empobrecidos y marginales de la sociedad. Ello se debe a que dichos sectores sociales sólo pueden acceder a emplazamientos más riesgosos, a tierras marginales, a una cobertura de servicios más precaria o ninguna, de modo que los desastres no sólo los castigan más severamente, sino que además tienen menos recursos para prevenir los impactos y también para limitar sus consecuencias. Si a ello se agrega la falta de políticas territoriales y sectoriales necesarias para formar una cultura de prevención de riesgos de desastres, entonces será inevitable que los desastres castiguen cada vez más a la sociedad, y particularmente a los sectores más desvalidos.

La mejor política social en esta materia, comprometida con los sectores sociales más vulnerables, es aquella que se ocupa de invertir en prevención, pues como ha sido establecido en estudios de larga data, por 1 dólar invertido en prevención se ahorra 7 dólares en reparación y reconstrucción. En este marco, no es casual que los holandeses tengan planes millonarios para protegerse frente a la crecida del mar prevista hasta en más de 1 metro hacia fines del siglo XXI, por lo que han formulado planes de gran alcance para fortalecer su red de polders y barreras de protección, pues saben que no hacerlo, no invertir las sumas que dicha protección les exige, podría significar, el fin del país mismo.


En el caso de Bolivia se puede apreciar que los daños y pérdidas que ocasionó El Niño 1998 alcanzaron la suma de 527 millones de dólares, equivalentes al 7% del PIB de 1998, según estudio de la CAF. De ese monto, el 40% se debió a pérdidas directas, es decir ocasionadas directamente por las sequías e inundaciones que trajo El Niño, y el 60% a pérdidas indirectas, en buena parte resultantes de demoras en la rehabilitación de servicios, reparación de caminos y otros. Por otra parte, el 53% se debió a daños por sequía y el 47% a daños por inundación. Adicionalmente, el 50% se debió a pérdidas en la producción y el 43% a pérdidas en el acervo de capital, principalmente infraestructura caminera.



En el caso de El Niño 1983, la CEPAL estima que el costo total que sufrió nuestro país fue de 1372 millones de dólares, equivalentes al 17% del PIB de ese año, y que el 12% de ese costo se debió a daños en infraestructura, mientras que el 85% de ese monto se debió a daños a los sectores productivos. Si sumamos el costo total ocasionado por esos dos eventos climáticos en 1983 y 1998 y lo comparamos con el crecimiento económico registrado entre esos años, podremos apreciar que la sociedad boliviana debía destinar aproximadamente dos terceras partes del crecimiento económico logrado a lo largo de esos 15 años para cubrir la factura que nos presentó El Niño.

Si a ello agregamos que el costo ocasionado por los pequeños desastres -usualmente, escasamente registrados y difundidos- cuando menos duplica el costo o el daño ocasionado por los grandes desastres -tal como se ha podido apreciar en estudios realizados en diferentes países y regiones- , entonces podemos ver que la problemática ocasionada por los desastres se constituye en la manifestación más cruel y aguda de este proceso desbocado e irresponsable de aniquilación de nuestro hábitat y, consiguientemente, la capacidad de respuesta orgánica que requieren desarrollar las sociedades y sus Estados, se convierte en la tarea más urgente.

A modo de síntesis, señalemos las principales razones por las que consideramos que Bolivia es un país de alto riesgo: por la creciente frecuencia y magnitud de los desastres; la escasa información y reducida identificación de riesgos; la baja percepción de riesgos en la población y la incipiente participación ciudadana en la gestión de riesgos; la constante acumulación de daños que ocasionan los desastres sobre infraestructura y medio ambiente; la imposibilidad material del país para cubrir su cuenta anual de desastres; la débil institucionalidad existente; la incipiente formulación y aplicación de políticas para la gestión integral de riesgos; la completa falta de seguros y sistemas de transferencias de riesgos.

La única forma seria y responsable de hacer frente a los desastres es actuar sobre los factores generadores del riesgo con la mayor anticipación y antelación posible, lo cual exige pasar de una sociedad de altos riesgos a una cultura de prevención, corresponsable y solidaria.

Fotos:
- Vista del lago Poopó, nuestro mar de Aral, en el Altiplano de Oruro a 3690 msnm.
- Vista de derrumbe en la ciudad de La Paz, barrio de Huanu Hununi, febrero 2010.

[Originalmente publicado en El Diario (Bolivia), 14 de noviembre de 2006, aquí con algunas complementaciones]