03 septiembre 2011

El último soldado

Por: Carlos Rodrigo Zapata C.

Una mañana tímidamente fría de invierno, mientras desayunaba con amigos en el mercado central de Villamontes, esa ínclita ciudad que se convirtió en centro del comando del Ejército boliviano durante la guerra del Chaco, lo vi pasar delante mío, con un aire ligeramente socarrón, casi burlesco y displicente, y luego perderse en medio de los recovecos y callejuelas del inmenso mercado que cobija en su seno la casa en que se produjo el llamado “corralito de Villamontes”, que no fue otra cosa que el golpe de estado que los militares le dieron al Presidente Salamanca, en plena contienda bélica.

Por su vestimenta tenía aire militar, vestía una gorra con visera, tenía la barba crecida y una camisola suelta y desgreñada que le daba un tinte de pordiosero. Su andar era lento, como si arrastrara algo, aunque no portaba cosa alguna. Apenas lo perdí de vista me surgió la pregunta, la duda, la intriga, ¿quién era ese personaje que acababa de atravesarse ante mis ojos, con su aire burlesco y socarrón? 
Por más que lo busqué por todo el mercado, no pude hallarlo, como si la tierra se lo hubiera tragado. Quedé pensativo, casi alterado, como si un ser del más allá hubiera venido a mi encuentro a sacarme de mi quietud. 

A partir de ese día no tuve sosiego ni consuelo, pues mis estadías en el mercado se prolongaron y la frecuencia de mis visitas al mismo se acrecentó, todo con tal de verlo nuevamente, de poder hablar con él. Al cabo de unos días las caseras ya me conocían, y al cabo de otros yo también empecé a tratarlas con familiaridad, preguntándoles por sus hijos y luego hasta por sus dolencias. Por cierto, mi constante presencia en el mercado empezó a provocar toda suerte de conjeturas, desde mi interés por alguna de las caseras, hasta descubrirme un cierto aire de loco extraviado.

Con el pasar de los días, y ante la imposibilidad de encontrarlo o de obtener otras referencias de las mismas caseras y clientes del mercado, empecé a vislumbrar la situación desde otra perspectiva. Imaginé que era un espectro, la encarnación de un soldado boliviano que peleó en la guerra del Chaco, y que había venido a comprobar si valió la pena tanto sacrificio. Su actitud displicente me decía muchas cosas sobre la evaluación que estaba haciendo el día que lo vi, como si estuviera comprobando que el esfuerzo fue vano, el sacrificio estéril, y su gesto socarrón fuera consigo mismo, por perder el tiempo viniendo a comprobar todo aquello. Por cierto, esas especulaciones no me caían bien y sólo acrecentaban mi curiosidad, mi intriga, mi necesidad de saber quién era ese personaje, de dónde había salido, de dónde venía, qué hacía ahí.

Me fui al museo dedicado a la Guerra del Chaco, ubicado en la misma ciudad de Villamontes. No fui a conocerlo o visitarlo, fui a estudiarlo, escrutarlo, analizarlo, a memorizarme cada pieza, cada foto, cada mapa que allí se expone. A medida que fui recorriendo sus instalaciones, visitando sus ambientes, y observando los objetos expuestos, sentí que el último soldado del Chaco iba naciendo y creciendo en mis entrañas, como si al mismo tiempo fuera un enigma y su resolución, una aventura y un vacío, una promesa y un desengaño, una derrota y un triunfo, todo en uno, como una mezcla a medio fraguar, una vivencia no comprobada, una experiencia inconclusa. Sentí que la bravura y el heroísmo de los soldados del Chaco aún debían comprenderse en toda su extensión, valorarse, aquilatarse, pues es con esos gestos, actitudes, entregas, heroísmos que fraguó la patria, se hizo Bolivia, pues nunca antes ni después ha habido otros Boquerones, otros Alihuatá, otros Kilómetro 7, otras batallas y campos de batalla que nos hayan exigido tanto y hayamos entregado tanto.

Al observar la diversidad de armamentos utilizados, las trincheras que le permitieron a un puñado de hombres detener a todo el ejército paraguayo en Boquerón, las fotos de los caminos y los vehículos de transporte en 1934, no se puede dejar de tener la impresión que la inocencia más pura y la credulidad más tierna fueron el espíritu que animó a todos esos combatientes y la materia prima con que realmente se forjó la patria en aquel crisol infernal del Chaco, nominalmente creada más de un siglo antes.

Al concluir mis visitas al museo, tuve la impresión de que bien podía ser yo mismo el hombre aquél de gorra y barba que se me cruzó por el mercado con su sonrisa socarrona. En realidad, no es ningún espectro el que se me presentó en esa oportunidad, sino sólo la manifestación del espectro que llevamos a cuestas en nosotros mismos. Unas almas desconfiadas de su obra, descreídas de su propia labor, a la búsqueda de los ingredientes que hicieron posible todo ello, como si hoy ya no pudieran ser habidos, simplemente porque agotamos los que teníamos y aún no hemos podido hallarles reemplazo.

(Julio 2011)