22 febrero 2009

El retorno del Estado interventor


Carlos Rodrigo Zapata C. (*)
La quiebra del sistema financiero internacional, con todos sus efectos y secuelas sobre recesión económica, desempleo y hambre a escala planetaria, está permitiendo redescubrir la importancia de uno de los actores más vapuleados y menospreciados de nuestro tiempo: el Estado nacional.

El semanario Die Zeit de Alemania ha publicado una serie de artículos sobre “El futuro rol del Estado”, en la que pasa revista a los argumentos que explican y justifican el retorno del “Gran Hermano” a la arena de la economía, y en mayor o menor medida a muchos otros escenarios en los que se requiere su presencia. A continuación pasaremos revista a las principales opiniones contenidas en dicha publicación y acto seguido, presentaremos una breve valoración sobre este hecho desde la perspectiva boliviana.

Según el Prof. Thomas Meyer de la Universidad de Dortmund y responsable de la revista „Neue Gesellschaft – Frankfurter Hefte“, el Estado es el único actor que tiene la obligación de garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos.

Entre las tareas cruciales del Estado figuran no sólo garantizar los derechos civiles, políticos, culturales, sociales y económicos, sino también organizar la inserción regulada de los mercados en la economía, particularmente de los mercados financieros.

Meyer también señala que “es una cuestión de experiencia e inteligencia” el saber elegir la mejor “combinación de delegación y propia intervención” que le permita al Estado absolver eficientemente estas tareas, aunque sin olvidar que la idea que “el Estado debe hacerlo todo”, ha sido “históricamente refutada con espectacular claridad”. En todo caso, el único que puede responder por la decisión acerca de cuánto Estado es indispensable para garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos, es el propio Estado, pero debe hacerlo rindiendo cuentas ante los mismos ciudadanos.

No obstante, la cantidad y diversidad de tareas y responsabilidades que se le atribuye al nuevo Estado, es grande y creciente.

Se sostiene que la crisis financiera actual se debe a la laxitud con que se reguló los mercados financieros y que ello se debe a su vez a la filosofía del laissez faire (dejar hacer), lo cual indujo a cometer un error estratégico consistente en no contar con el poder del Estado para tiempos buenos y malos, como señala David Marquand de la Universidad de Oxford. Por ello es tiempo de volver a reflexionar sobre la economía planificada, establecer cómo debe operar el Estado, también más allá del momento actual.

Por otro lado también se muestra una clara desconfianza hacia el Estado, y pese a admitirse la necesidad de su intervención en la coyuntura actual, Gesine Schwan, candidata a la Presidencia de Alemania, exige que ésta sea estrictamente limitada, pero a la vez eficiente y que, por cierto, se halle “a la altura de los desafíos actuales”, como si contáramos con una maquinaria en perfecto estado de funcionamiento, capaz de enfrentar incluso fenómenos desconocidos en su dinámica y magnitud.

La tendencia actual apunta a asignarle al Estado una diversidad de roles, por lo general orientados a establecer marcos y fijar condiciones para organizar la acción e intervención de la sociedad sobre sí misma, sea en materia económica, cultural, ambiental, social, etc. Ello exige que el Estado preserve el monopolio de la violencia (Gewaltmonopol) como condición para poder garantizar el ejercicio de los derechos comprometidos. También se considera que en tiempos en que el capital opera globalmente, los Estados no pueden mantenerse actuando en el plano nacional, pues su acción será ineficiente. Por ello Erhard Eppler, prolífico pensador socialdemócrata alemán, asume que ganarán en importancia los niveles de estatalidad supranacionales.

Vistas estas diversas opiniones, no se puede dejar de tener la impresión que el Estado es visto de modo funcional y operativo, como una gran mucama, útil para toda clase de quehaceres, pero sin ilusiones ni dramatismos, atribuyéndole las más dispares y singulares tareas, exigiéndole que las realice con eficiencia, pero que no se detenga demasiado en todo ello y que no pretenda asumirlo todo.

No obstante, se puede apreciar la emergencia de una visión relativamente clara en lo referente a la necesidad de contar con un actor que realmente se responsabilice por garantizar el cumplimiento de los derechos ciudadanos. En tiempos en los que la democracia ha hecho su labor, la lucha por la igualdad y la inclusión están a la orden del día, y los movimientos sociales en todo el mundo cobran cada día más protagonismo, no se puede dejar en manos de fuerzas de mercado ingobernables la gobernancia de nuestro mundo, como si viviéramos en un gran casino, donde la suerte o la manipulación definen el destino humano.

¿Qué podemos decir de este retorno del Estado a la vida de los pueblos desde la perspectiva boliviana?

Primero, la experiencia de casi dos siglos de vida republicana también nos dice que alguien debe velar por el cumplimiento de los derechos de los ciudadanos, por la satisfacción de sus necesidades más elementales, todo lo cual no puede ser dejado al arbitrio de fuerzas anónimas que no han sido adecuadamente comprendidas, reguladas ni integradas en el acerbo de la cultura económica nacional, como son las fuerzas del mercado, pero tampoco se puede dejar el cumplimiento de estos derechos a unas fuerzas sociales dominantes que se han desentendido de sus responsabilidades hacia los sectores sociales más postergados y deprimidos. Ese alguien no puede ser otro que el Estado, pues es quien finalmente debe dar cuenta a los ciudadanos de lo que ellos mismos han estipulado en su Carta Magna.

Segundo, la nueva Constitución anticipa en gran medida estos desarrollos, simplemente porque la mayoría del país se fijó como meta inmediata establecer una serie de tareas y obligaciones para el Estado, y al mismo tiempo, le encargó su estricto cumplimiento. La primera parte de esta tarea ha sido satisfecha con la aprobación en referéndum de la nueva Carta Magna. La segunda parte de esta tarea está aún por verse, pero puede apreciarse que el Estado boliviano no cuenta con los medios y capacidades suficientes para absolver esa tarea de modo efectivo, simplemente porque se puso demasiado énfasis en los derechos y garantías, y muy poco en los medios y recursos de los que debe valerse el Estado para poder resolver sus obligaciones. Por ejemplo, la nueva Constitución debería incluir el programa básico de desarrollo económico que el Estado y la sociedad deben aplicar para poder superar el subdesarrollo, pero ni siquiera se ha considerado un diagnóstico común y compartido que nos permita diseñar los lineamientos estratégicos necesarios para enfrentar nuestros principales obstáculos estructurales.

Tercero, Bolivia necesita un Estado fuerte, pero eso no significa un Estado autoritario, arbitrario o ahogador de iniciativas, sino un Estado capaz de fijar marcos de actuación precisos en todas las esferas, dando amplio espacio y margen de acción a todas las formas de organización económica, sin caer en una selección de medios ideologizada en extremo –como es prohibir la actuación de la iniciativa privada en diversas áreas- y sin dorarnos la píldora, pretendiendo que podemos alcanzar nuestros sueños en plazos perentorios. La inmensa acumulación de derechos de todo tipo realizada en la nueva Constitución lesionará constantemente los intereses de los ciudadanos, ya que el Estado aún debe construir eslabones básicos y elementales de su propio aparato para poder garantizar los derechos establecidos y satisfacer las demandas y expectativas que se han creado.

Cuarto, el Estado se halla acosado por fuerzas sociales y poderes fácticos que pugnan constantemente por zafarse de todo marco legal e institucional. Los gremios, los intereses económicos coaligados, los movimientos sociales reivindicativos (los movimientos sociales maduros son harina de otro costal!) y otras formaciones societales atentan contra el bien común, con tal de satisfacer sus propias demandas grupales o sectoriales. Esta situación hace muy difícil, si no imposible, que el Estado pueda cumplir su papel, mucho menos en vista a sus propios déficits estructurales y a las inmensas presiones a las que se halla sometido por la proliferación de derechos y garantías constitucionales. Por ello, la decisión de asignarle al Estado un papel protagónico en el cumplimiento de derechos ciudadanos no pasa únicamente por mejorar la capacidad técnica del Estado para absolver esas tareas eficientemente, sino y principalmente por su capacidad para lidiar con dichas fuerzas, sin menoscabar el interés colectivo. Es más, mientras mayor sea el poder de intervención que se asigne el Estado para garantizar por su propia acción los derechos fundamentales de los ciudadanos, mayores serán las presiones de los grupos y gremios para absolver sus propias exigencias. De ahí surgen nítidamente las limitaciones de la acción estatal, y todo ello por su ocurrencia que sólo la intervención directa es la llave para garantizar los derechos ciudadanos, despreciando y desechando una movilización mucho más sana, vigorosa y constructiva de las distintas capacidades y fuerzas societales para cumplir con la misión que la misma sociedad le ha encomendado.
Por todo lo señalado podemos decir que el nuevo Estado no deja de ser el viejo Estado, sólo que esta vez se nos presenta con un nuevo brillo, semejante al que experimentaron las fuerzas del mercado ante la debacle de los países del bloque socialista en Europa hace dos décadas, cuando la caída de la cortina de hierro dio paso a la libertad de pueblos sojuzgados y mostró en toda su plenitud las falencias de la economía estatal de planificación. No obstante, el nuevo brillo tiene otro factor, otro elemento que hace mucho más atractivo al Estado: Esta vez se trata de garantizar el ejercicio de derechos a amplios sectores sociales, tradicional e históricamente excluidos, ignorados, abandonados, lo cual es la condición indispensable para hacer viable a Bolivia, esperando que esta vez pueda acontecer todo ello en el curso del siglo XXI.

Pero, reiteramos, ello no exige ni requiere que el Estado retorne al tablado económico como actor único, mucho menos si es en detrimento de otros actores económicos. La experiencia histórica nos ha demostrado ya con "espectacular claridad” (Th. Meyer) que el Estado no debe inmiscuirse en asuntos que no sabe ni puede hacer bien, desentendiéndose de aquellos que debe hacer bien, como son todos los asuntos relacionados justamente con las garantías de los derechos ciudadanos.

(*) Economista, analista político. E-mail:
CarlosRodrigoZapata@gmail.com