Carlos Rodrigo Zapata Cusicanqui
Una práctica frecuente en casos de guerras culturales es reducir a
escombros todo símbolo afín al adversario, como forma de borrar todo
recuerdo por las afrentas sufridas.
Los recientes casos de Irak y
Siria nos han dado una muestra de los extremos destructivos a los que
se puede llegar, cuando con saña, alevosía y profundo desconocimiento de
su significado para la historia de la cultura humana, los seguidores
del Estado Islámico se dieron a la tarea de destruir a mansalva cuanto
edificio histórico, monumento o reliquia encontraban a su paso.
Por lo que se puede apreciar, no se ve que esta sea la forma adecuada de
hacerse cargo del futuro liquidando hasta las piedras que recuerden el
pasado oprobioso, una forma posiblemente demasiado hormonal y hasta
infantil de hacerse cargo del porvenir.
También en nuestro país
surgen críticas contra quienes pretenden, por ejemplo, preservar el
patrimonio arquitectónico ("mantener los edificios coloniales en el
centro de la ciudad de La Paz"), pues son vistos como “colonialistas” o
como venidos de la “genealogía histórica de Pizarro y Almagro”, como
recién se expresaba un columnista. [Pablo Mamani Ramírez. En Bolivia no gobiernan los indios - ver link al final]
Vistas así las cosas,
particularmente la Villa Imperial de Potosí y la Culta Charcas debían ya
haber sido reducidas a escombros por ser la expresión más viva del
avasallamiento colonialista en nuestro terruño. Otra manifestación
reciente en esta dirección, aunque no menos destructiva, es la de
empezar a criticar los himnos de algunos departamentos, como si ello
significara cambiar en su esencia las bases de formas colonialistas que
aún perviven en nuestro medio.
Da la impresión que la cuestión
del colonialismo/descolonización es un asunto que aún está lejos de
resolverse, y que en muchos casos no parece diferenciarse de las
prácticas y argumentos que usaba la Inquisición para combatir la
herejía. En qué consiste realmente el colonialismo, en qué temas debe
aplicarse la descolonización, cómo se hace eso, por qué razones, son
algunos de los temas que no terminan de precisarse, como si lo
importante fuera tener a mano un arma arrojadiza que se puede usar a
discreción el rato que se nos antoja, sin tener que entrar en mayores
explicaciones y precisiones de por qué nos parece oportuno mantenerla y conservarla en calidad de arma y no de instrumento, guía, forma de facilitar el encuentro, el diálogo, la convivencia pacífica.
Menos mal que los vecinos de Potosí y Sucre optaron por
preservar cuanto fue posible el patrimonio arquitectónico de esas
urbes, pese a que fueron construidas con la sangre, sudor y lágrimas de
la población indígena en condiciones de esclavitud, pues todo ello
representa un tramo de la historia que no hay porqué ignorar, desechar o
enterrar, pues nada de ello permitirá hacer desaparecer las afrentas
sufridas.
El futuro no se puede construir ignorando el pasado,
pero tampoco tratando de retrotraer todo lo acontecido a un punto en el pasado sin
pena ni dolor, pues al final de cuentas también muchos de nuestros saberes,
prácticas y estilos de vida nos llegaron por esa vía, la que en su
momento impuso el cruel invasor.
Superar el pasado no es hacer
desaparecer todo vestigio del mismo, tampoco es desconocerlo. Es negarlo
dialécticamente, lo que implica negarlo doblemente: una vez, para cuestionar ese pasado y una segunda, partiendo de ese rechazo claro y llano, construir la respuesta, la solución que debe reemplazar las viejas
prácticas por otras nuevas y superiores que expresen y reflejen
adecuadamente nuestro propio modo de ser, sentir, pensar y actuar.