31 mayo 2022

¿PUEDE RESURGIR LA GLOBALIZACIÓN DE SUS PROPIAS CENIZAS COMO EL AVE FÉNIX?


Carlos Rodrigo Zapata C. (*)

La reflexión que nos presenta Dani Rodrik es sin duda lúcida e incluso esperanzadora, pues no se rinde ante los resultados de la globalización, sino que más bien cree que puede resurgir de sus propias cenizas como el ave Fénix.

En el link adjunto se ha incluido el artículo original de Rodrik, así como la traducción al español del mismo. Vale la pena leerlo, pues nos muestra una nueva perspectiva y posibilidad de la globalización.



Rodrik plantea como imagen objetivo de esta nueva globalización nada menos que “permitir prosperidad inclusiva en casa y paz y seguridad en el exterior”. Da la impresión que Rodrik ve a la globalización como una suerte de panacea capaz de traer bienestar global y además paz y seguridad, unos alcances que seguramente nunca antes nos habíamos imaginado.

No obstante, aborda con pinzas esta nueva globalización utópica, ya que una de las condiciones que expone consiste en trazar líneas geopolíticas rojas que impidan que la cooperación global sea hecha trizas y que todo el castillo vuele por los aires, como está sucediendo precisamente en estos momentos, cuando Rusia al invadir a Ucrania de modo salvaje y feroz, ha destruido todo fundamento para un proceso de cooperación intensificada y multilateral con el invasor.

Poner fundamentos sólidos a las utopías no es fácil, pues imponen demandas y exigencias que tienen mucho sentido, pero que a la larga serán muy difíciles de cumplir, especialmente por parte de los actores que se alejan significativamente del promedio. Las potencias que se consideren ajenas o alejadas de ese promedio tenderán a hacer prevalecer sus propias reglas, poniendo en remojo o destruyendo las bases de la utopía. Ahora es Rusia, mañana puede ser Estados Unidos y pasado China los actores renuentes a someterse a reglas que puedan en alguna medida limitar o cuestionar el uso de toda su fuerza y capacidad. Su fuerza y poder serán siempre guía más segura para sus propias decisiones. La globalización sólo funcionará mientras los beneficios que extraigan de ella sean claramente superiores a los costos que les depara. 

Por lo que puede apreciarse, la única globalización que en adelante será posible, será aquella que satisfaga objetivos de corto a mediano plazo de conjuntos de países que temporalmente coincidan en sus trayectorias. La gran globalización como panacea de un mundo nuevo o mejor, capaz de abrir las puertas a todo esfuerzo innovador y actuar con equidad en la distribución de los beneficios, no parece tener en este tiempo muchas oportunidades de realizarse.

(*) Economista, experto en planificación territorial, catedrático de "Desarrollo del Capitalismo".


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DE LAS CENIZAS DE LA HIPERGLOBALIZACIÓN PODRÍA SURGIR UNA MEJOR GLOBALIZACIÓN


May 9, 2022 DANI RODRIK

CAMBRIDGE – Hoy en día generalmente se acepta que la era de hiperglobalización posterior a la década de 1990 ha llegado a su fin. La pandemia de COVID-19 y la guerra de Rusia contra Ucrania han relegado los mercados globales a un nivel secundario y, en el mejor de los casos, a un papel de apoyo a los objetivos nacionales, en particular la sanidad pública y la seguridad nacional. Pero las conversaciones sobre la desglobalización no deberían ocultarnos la posibilidad de que, de hecho, la crisis actual puede producir una mejor globalización.

La verdad es que la hiperglobalización ya estaba en retroceso desde la crisis financiera global de 2007-2008. La parte del comercio en el PIB mundial comenzó a declinar después de 2007, cuando la proporción de las exportaciones del PIB de China cayó unos notables 16 puntos porcentuales. Las cadenas de valor globales dejaron de expandirse. Los flujos de capital internacionales nunca recuperaron sus niveles anteriores a 2007. Y en las economías avanzadas los populistas abiertamente hostiles a la globalización se volvieron mucho más influyentes.

La hiperglobalización comenzó a crujir por sus propias contradicciones. La primera fue la tensión entre las ganancias derivadas de la especialización y aquellas derivadas de la diversificación productiva. El principio de la ventaja competitiva sostenía que los países debían especializarse en lo que producían bien. Pero una larga línea de pensamiento desarrollista sugería que, en lugar de eso, los gobiernos debían estimular sus economías para producir lo que los países más ricos producían. El resultado fue un conflicto entre las políticas intervencionistas de los países más exitosos, notablemente China, y los principios “liberales” consagrados en el sistema de comercio mundial.

En segundo lugar, la hiperglobalización exacerbó los problemas de distribución en muchas economías. La otra cara inevitable de las ganancias del comercio fue la redistribución del ingreso de los perdedores a los ganadores. Y a medida que se profundizó la globalización, creció la redistribución de sus perdedores a sus ganadores cada vez más en relación con las ganancias netas. Los economistas y tecnócratas que menospreciaron la lógica central de su disciplina terminaron socavando la confianza pública en ella.

En tercer lugar, la hiperglobalización socavó la rendición responsable de cuentas (accountability, CRZC) de los funcionarios públicos ante sus electores. Los llamados a reescribir las reglas de la globalización se respondieron con la respuesta de que la globalización era inmutable e irresistible, “el equivalente económico de una fuerza de la naturaleza, como el viento o el agua”, como dijo el presidente estadounidense Bill Clinton. A quienes cuestionaron el sistema imperante, el primer ministro del Reino Unido, Tony Blair, respondió que "también podrían debatir si el otoño debería seguir al verano".

En cuarto lugar, la lógica de suma cero de la seguridad nacional y la competencia geopolítica era la antítesis de la lógica de suma positiva de la cooperación económica internacional. Con el ascenso de China como rival geopolítico de Estados Unidos y la invasión rusa de Ucrania, la competencia estratégica se ha reafirmado a sí misma por encima de la economía.

Con el colapso de la hiperglobalización, los escenarios para la economía mundial comprenden todo tipo. El peor resultado, recordando la década de 1930, sería el retorno de los países (o grupos de países) a la autarquía. Una posibilidad menos mala, pero igualmente fea, es que la supremacía de la geopolítica signifique que las guerras comerciales y las sanciones económicas se conviertan en una característica permanente del comercio y las finanzas internacionales. El primer escenario parece poco probable: la economía mundial es más interdependiente que nunca y los costos económicos serían enormes, pero ciertamente no podemos descartar el segundo.

Sin embargo, también es posible vislumbrar un buen escenario en el que logremos un mejor equilibrio entre las prerrogativas del Estado-nación y los requisitos de una economía abierta. Tal reequilibrio podría permitir prosperidad inclusiva en casa y paz y seguridad en el exterior.  

El primer paso es que los formuladores de políticas reparen el daño causado a las economías y sociedades por la hiperglobalización, junto con otras políticas de ‘primero el mercado’. Esto requerirá revivir el espíritu de la era de Bretton Woods, cuando la economía mundial servía a los objetivos económicos y sociales nacionales (pleno empleo, prosperidad y equidad) y no al revés. Bajo la hiperglobalización, los políticos invirtieron esta lógica, con la economía global convirtiéndose en el fin y la sociedad nacional en el medio. La integración internacional condujo entonces a la desintegración interna. Algunos podrían preocuparse de que enfatizar los objetivos económicos y sociales domésticos socavaría la apertura económica. En realidad, la prosperidad compartida hace que las sociedades sean más seguras y más propensas a fomentar la apertura al mundo. Una lección clave de la teoría económica es que el comercio beneficia a un país en su conjunto, pero sólo mientras se aborden las preocupaciones distributivas. A los países bien administrados y bien ordenados les interesa estar abiertos. Esta es también la lección de la experiencia real bajo el sistema de Bretton Woods, cuando el comercio y la inversión a largo plazo aumentaron significativamente.

Un segundo requisito previo importante para el buen escenario es que los países no conviertan una búsqueda legítima de seguridad nacional en una agresión contra otros. Rusia puede haber tenido preocupaciones razonables sobre la ampliación de la OTAN, pero su guerra en Ucrania es una respuesta completamente desproporcionada que probablemente dejará a Rusia menos segura y menos próspera a largo plazo.

Para las grandes potencias, y EE. UU. en particular, esto significa reconocer la multipolaridad y abandonar la búsqueda de la supremacía mundial. Estados Unidos tiende a considerar el predominio estadounidense en los asuntos globales como el estado natural de las cosas. Desde este punto de vista, los avances económicos y tecnológicos de China son inherente y evidentemente una amenaza, y la relación bilateral se reduce a un juego de suma cero.

Dejando de lado la cuestión de si EE. UU. puede realmente evitar el ascenso relativo de China, esta mentalidad es peligrosa e improductiva. Por un lado, exacerba el dilema de la seguridad: es probable que las políticas estadounidenses diseñadas para socavar a las empresas chinas como Huawei hagan que China se sienta amenazada y responda de manera que validen los temores de Estados Unidos al expansionismo chino. Una perspectiva de suma cero también hace que sea más difícil cosechar los beneficios mutuos de la cooperación en áreas como el cambio climático y la salud pública mundial, al tiempo que reconoce que necesariamente habrá competencia en muchos otros dominios.

En resumen, nuestro mundo futuro no tiene por qué ser uno en el que la geopolítica triunfe sobre todo lo demás y los países (o bloques regionales) minimicen sus interacciones económicas entre sí. Si ese escenario distópico se materializa, no será debido a fuerzas sistémicas fuera de nuestro control. Al igual que con la hiperglobalización, será porque tomamos las decisiones equivocadas.

 

DANI RODRIK

Dani Rodrik, profesor de Economía Política Internacional en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard, es presidente de la Asociación Económica Internacional y autor de Straight Talk on Trade: Ideas for a Sane World Economy (Princeton University Press, 2017).

[Traducción: C R Zapata]


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A Better Globalization Might Rise from Hyper-Globalization’s Ashes

 May 9, 2022DANI RODRIK

Tomado de: Project Syndicate

With the end of post-1990s hyper-globalization, scenarios for the world economy run the gamut. In the best case, achieving a better balance between the prerogatives of the nation-state and the requirements of an open economy might enable inclusive prosperity at home and peace and security abroad.

CAMBRIDGE – The post-1990s era of hyper-globalization is now commonly acknowledged to have come to an end. The COVID-19 pandemic and Russia’s war against Ukraine have relegated global markets to a secondary and at best supporting role behind national objectives – in particular, public health and national security. But all the talk about deglobalization should not blind us to the possibility that the current crisis may in fact produce a better globalization.

In truth, hyper-globalization had been in retreat since the global financial crisis of 2007-08. The share of trade in world GDP began to decline after 2007, as China’s export-to-GDP ratio plummeted by a remarkable 16 percentage points. Global value chains stopped spreading. International capital flows never recovered to their pre-2007 heights. And populist politicians openly hostile to globalization became much more influential in the advanced economies.

Hyper-globalization crumbled under its many contradictions. First, there was a tension between the gains from specialization and the gains from productive diversification. The principle of comparative advantage held that countries should specialize in what they were currently good at producing. But a long line of developmental thinking suggested that governments should instead push national economies to produce what richer countries did. The result was the conflict between the interventionist policies of the most successful economies, notably China, and the “liberal” principles enshrined in the world trading system.

Second, hyper-globalization exacerbated distributional problems in many economies. The inevitable flip side of the gains from trade was the redistribution of income from its losers to its winners. And as globalization deepened, redistribution from losers to winners grew ever larger relative to the net gains. Economists and technocrats who pooh-poohed the central logic of their discipline ended up undermining public confidence in it.

Third, hyper-globalization undermined the accountability of public officials to their electorates. Calls to rewrite globalization’s rules were met with the retort that globalization was immutable and irresistible – “the economic equivalent of a force of nature, like wind or water,” as US President Bill Clinton put it. To those who questioned the prevailing system, UK Prime Minister Tony Blair responded that, “You might as well debate whether autumn should follow summer.”

Fourth, the zero-sum logic of national security and geopolitical competition was antithetical to the positive-sum logic of international economic cooperation. With China’s rise as a geopolitical rival to the United States, and Russia’s invasion of Ukraine, strategic competition has reasserted itself over economics.

With hyper-globalization having collapsed, scenarios for the world economy run the gamut. The worst outcome, recalling the 1930s, would be withdrawal by countries (or groups of countries) into autarky. A less bad, but still ugly, possibility is that the supremacy of geopolitics means that trade wars and economic sanctions become a permanent feature of international trade and finance. The first scenario seems unlikely – the world economy is more interdependent than ever, and the economic costs would be huge – but we certainly cannot rule out the second.

Yet, it is also possible to envisage a good scenario whereby we achieve a better balance between the prerogatives of the nation-state and the requirements of an open economy. Such a rebalancing might enable inclusive prosperity at home and peace and security abroad.

The first step is for policymakers to mend the damage done to economies and societies by hyper-globalization, along with other market-first policies. This will require reviving the spirit of the Bretton Woods era, when the global economy served domestic economic and social goals – full employment, prosperity, and equity – rather than the other way around. Under hyper-globalization, policymakers inverted this logic, with the global economy becoming the end and domestic society the means. International integration then led to domestic disintegration.

Some might worry that emphasizing domestic economic and social objectives would undermine economic openness. In reality, shared prosperity makes societies more secure and more likely to countenance openness to the world. A key lesson of economic theory is that trade benefits a country as a whole, but only as long as distributive concerns are addressed. It is in the self-interest of well-managed, well-ordered countries to be open. This is also the lesson of actual experience under the Bretton Woods system, when trade and long-term investment increased significantly.

A second important prerequisite for the good scenario is that countries do not turn a legitimate quest for national security into aggression against others. Russia may have had reasonable concerns about NATO enlargement, but its war in Ukraine is a completely disproportionate response that will likely leave Russia less secure and less prosperous in the long run.

For great powers, and the US in particular, this means acknowledging multipolarity and abandoning the quest for global supremacy. The US tends to regard American predominance in global affairs as the natural state of affairs. In this view, China’s economic and technological advances are inherently and self-evidently a threat, and the bilateral relationship is reduced to a zero-sum game.

Leaving aside the question of whether the US can actually prevent China’s relative rise, this mindset is both dangerous and unproductive. For one thing, it exacerbates the security dilemma: American policies designed to undermine Chinese firms such as Huawei are likely to make China feel threatened and respond in ways that validate US fears of Chinese expansionism. A zero-sum outlook also makes it more difficult to reap the mutual gains from cooperation in areas such as climate change and global public health, while acknowledging that there will necessarily be competition in many other domains.

In short, our future world need not be one where geopolitics trumps everything else and countries (or regional blocs) minimize their economic interactions with one another. If that dystopian scenario does materialize, it will not be due to systemic forces outside our control. As with hyper-globalization, it will be because we made the wrong choices.

DANI RODRIK


Dani Rodrik, Professor of International Political Economy at Harvard University’s John F. Kennedy School of Government, is President of the International Economic Association and the author of Straight Talk on Trade: Ideas for a Sane World Economy (Princeton University Press, 2017).