Carlos Rodrigo Zapata C. (*)
La reflexión que nos presenta Dani Rodrik es sin duda lúcida e incluso esperanzadora, pues no se rinde ante los resultados de la globalización, sino que más bien cree que puede resurgir de sus propias cenizas como el ave Fénix.
En el link adjunto se ha incluido el artículo original de Rodrik, así como la traducción al español del mismo. Vale la pena leerlo, pues nos muestra una nueva perspectiva y posibilidad de la globalización.
Rodrik plantea como imagen objetivo de esta nueva globalización
nada menos que “permitir prosperidad inclusiva en casa y paz y seguridad en el
exterior”. Da la impresión que Rodrik ve a la globalización como una suerte de
panacea capaz de traer bienestar global y además paz y seguridad, unos alcances
que seguramente nunca antes nos habíamos imaginado.
No obstante, aborda con pinzas esta nueva globalización
utópica, ya que una de las condiciones que expone consiste en trazar líneas geopolíticas
rojas que impidan que la cooperación global sea hecha trizas y que todo el
castillo vuele por los aires, como está sucediendo precisamente en estos
momentos, cuando Rusia al invadir a Ucrania de modo salvaje y feroz, ha
destruido todo fundamento para un proceso de cooperación intensificada y multilateral
con el invasor.
Poner fundamentos sólidos a las utopías no es fácil, pues
imponen demandas y exigencias que tienen mucho sentido, pero que a la larga
serán muy difíciles de cumplir, especialmente por parte de los actores que se
alejan significativamente del promedio. Las potencias que se consideren ajenas
o alejadas de ese promedio tenderán a hacer prevalecer sus propias reglas,
poniendo en remojo o destruyendo las bases de la utopía. Ahora es Rusia, mañana
puede ser Estados Unidos y pasado China los actores renuentes a someterse a
reglas que puedan en alguna medida limitar o cuestionar el uso de toda su fuerza y
capacidad. Su fuerza y poder serán siempre guía más segura para sus propias decisiones. La globalización sólo funcionará mientras los beneficios que extraigan de ella sean claramente superiores a los costos que les depara.
Por lo que puede apreciarse, la única globalización que en adelante será posible, será aquella que satisfaga objetivos de corto a mediano plazo de conjuntos de países que temporalmente coincidan en sus trayectorias. La gran globalización como panacea de un mundo nuevo o mejor, capaz de abrir las puertas a todo esfuerzo innovador y actuar con equidad en la distribución de los beneficios, no parece tener en este tiempo muchas oportunidades de realizarse.
(*) Economista, experto en planificación territorial, catedrático de "Desarrollo del Capitalismo".
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DE LAS CENIZAS DE LA HIPERGLOBALIZACIÓN PODRÍA SURGIR UNA MEJOR GLOBALIZACIÓN
May 9, 2022
CAMBRIDGE – Hoy en día generalmente se acepta que la era de hiperglobalización posterior a la década de 1990 ha llegado a su fin. La pandemia de COVID-19 y la guerra de Rusia contra Ucrania han relegado los mercados globales a un nivel secundario y, en el mejor de los casos, a un papel de apoyo a los objetivos nacionales, en particular la sanidad pública y la seguridad nacional. Pero las conversaciones sobre la desglobalización no deberían ocultarnos la posibilidad de que, de hecho, la crisis actual puede producir una mejor globalización.
La verdad es que la hiperglobalización ya estaba en retroceso
desde la crisis financiera global de 2007-2008. La parte del comercio en el PIB
mundial comenzó a declinar después de 2007, cuando la proporción de las
exportaciones del PIB de China cayó unos notables 16 puntos porcentuales. Las cadenas
de valor globales dejaron de expandirse. Los flujos de capital
internacionales nunca recuperaron sus niveles anteriores a 2007. Y en las
economías avanzadas los populistas abiertamente hostiles a la globalización se
volvieron mucho más influyentes.
La hiperglobalización comenzó a crujir por sus propias
contradicciones. La primera fue la tensión entre las ganancias derivadas de la
especialización y aquellas derivadas de la diversificación productiva. El
principio de la ventaja competitiva sostenía que los países debían
especializarse en lo que producían bien. Pero una larga línea de pensamiento
desarrollista sugería que, en lugar de eso, los gobiernos debían estimular sus
economías para producir lo que los países más ricos producían. El resultado fue
un conflicto entre las políticas intervencionistas de los países más exitosos,
notablemente China, y los principios “liberales” consagrados en el sistema de
comercio mundial.
En segundo lugar, la hiperglobalización exacerbó los
problemas de distribución en muchas economías. La otra cara inevitable de las
ganancias del comercio fue la redistribución del ingreso de los perdedores a
los ganadores. Y a medida que se profundizó la globalización, creció la
redistribución de sus perdedores a sus ganadores cada vez más en relación con
las ganancias netas. Los economistas y tecnócratas que menospreciaron la lógica
central de su disciplina terminaron socavando la confianza pública en ella.
En tercer lugar, la hiperglobalización socavó la rendición responsable
de cuentas (accountability, CRZC) de los funcionarios públicos ante sus
electores. Los llamados a reescribir las reglas de la globalización se
respondieron con la respuesta de que la globalización era inmutable e
irresistible, “el equivalente económico de una fuerza de la naturaleza, como el
viento o el agua”, como dijo el presidente estadounidense Bill Clinton. A
quienes cuestionaron el sistema imperante, el primer ministro del Reino Unido,
Tony Blair, respondió que "también podrían debatir si el otoño debería
seguir al verano".
En cuarto lugar, la lógica de suma cero de la seguridad
nacional y la competencia geopolítica era la antítesis de la lógica de suma
positiva de la cooperación económica internacional. Con el ascenso de China
como rival geopolítico de Estados Unidos y la invasión rusa de Ucrania, la
competencia estratégica se ha reafirmado a sí misma por encima de la economía.
Con el colapso de la hiperglobalización, los escenarios para
la economía mundial comprenden todo tipo. El peor resultado, recordando la
década de 1930, sería el retorno de los países (o grupos de países) a la
autarquía. Una posibilidad menos mala, pero igualmente fea, es que la
supremacía de la geopolítica signifique que las guerras comerciales y las
sanciones económicas se conviertan en una característica permanente del
comercio y las finanzas internacionales. El primer escenario parece poco
probable: la economía mundial es más interdependiente que nunca y los costos
económicos serían enormes, pero ciertamente no podemos descartar el segundo.
Sin embargo, también es posible vislumbrar un buen escenario
en el que logremos un mejor equilibrio entre las prerrogativas del
Estado-nación y los requisitos de una economía abierta. Tal reequilibrio podría
permitir prosperidad inclusiva en casa y paz y seguridad en el exterior.
El primer paso es que los formuladores de políticas reparen
el daño causado a las economías y sociedades por la hiperglobalización, junto
con otras políticas de ‘primero el mercado’. Esto requerirá revivir el espíritu
de la era de Bretton Woods, cuando la economía mundial servía a los objetivos
económicos y sociales nacionales (pleno empleo, prosperidad y equidad) y no al
revés. Bajo la hiperglobalización, los políticos invirtieron esta lógica, con
la economía global convirtiéndose en el fin y la sociedad nacional en el medio.
La integración internacional condujo entonces a la desintegración interna.
Algunos podrían preocuparse de que enfatizar los objetivos económicos y
sociales domésticos socavaría la apertura económica. En realidad, la
prosperidad compartida hace que las sociedades sean más seguras y más propensas
a fomentar la apertura al mundo. Una lección clave de la teoría económica es
que el comercio beneficia a un país en su conjunto, pero sólo mientras se
aborden las preocupaciones distributivas. A los países bien administrados y
bien ordenados les interesa estar abiertos. Esta es también la lección de la
experiencia real bajo el sistema de Bretton Woods, cuando el comercio y la
inversión a largo plazo aumentaron significativamente.
Un segundo requisito previo importante para el buen escenario
es que los países no conviertan una búsqueda legítima de seguridad nacional en
una agresión contra otros. Rusia puede haber tenido preocupaciones razonables
sobre la ampliación de la OTAN, pero su guerra en Ucrania es una respuesta
completamente desproporcionada que probablemente dejará a Rusia menos segura y
menos próspera a largo plazo.
Para las grandes potencias, y EE. UU. en particular, esto
significa reconocer la multipolaridad y abandonar la búsqueda de la supremacía
mundial. Estados Unidos tiende a considerar el predominio estadounidense en los
asuntos globales como el estado natural de las cosas. Desde este punto de
vista, los avances económicos y tecnológicos de China son inherente y
evidentemente una amenaza, y la relación bilateral se reduce a un juego de suma
cero.
Dejando de lado la cuestión de si EE. UU. puede realmente
evitar el ascenso relativo de China, esta mentalidad es peligrosa e
improductiva. Por un lado, exacerba el dilema de la seguridad: es probable que
las políticas estadounidenses diseñadas para socavar a las empresas chinas como
Huawei hagan que China se sienta amenazada y responda de manera que validen los
temores de Estados Unidos al expansionismo chino. Una perspectiva de suma cero
también hace que sea más difícil cosechar los beneficios mutuos de la
cooperación en áreas como el cambio climático y la salud pública mundial, al
tiempo que reconoce que necesariamente habrá competencia en muchos otros
dominios.
En resumen, nuestro mundo futuro no tiene por qué ser uno en
el que la geopolítica triunfe sobre todo lo demás y los países (o bloques
regionales) minimicen sus interacciones económicas entre sí. Si ese escenario
distópico se materializa, no será debido a fuerzas sistémicas fuera de nuestro
control. Al igual que con la hiperglobalización, será porque tomamos las
decisiones equivocadas.
DANI RODRIK
Dani Rodrik, profesor de Economía Política Internacional en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard, es presidente de la Asociación Económica Internacional y autor de Straight Talk on Trade: Ideas for a Sane World Economy (Princeton University Press, 2017).
[Traducción: C R Zapata]
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A Better Globalization Might Rise
from Hyper-Globalization’s Ashes
Tomado de: Project Syndicate
With the end of post-1990s
hyper-globalization, scenarios for the world economy run the gamut. In the best
case, achieving a better balance between the prerogatives of the nation-state
and the requirements of an open economy might enable inclusive prosperity at
home and peace and security abroad.
CAMBRIDGE – The post-1990s era of
hyper-globalization is now commonly acknowledged to have come to an end. The
COVID-19 pandemic and Russia’s war against Ukraine have relegated global
markets to a secondary and at best supporting role behind national objectives –
in particular, public health and national security. But all the talk about
deglobalization should not blind us to the possibility that the current crisis
may in fact produce a better globalization.
In truth, hyper-globalization had
been in retreat since the global financial crisis of 2007-08. The share of
trade in world GDP began to decline after 2007, as China’s export-to-GDP
ratio plummeted by a remarkable 16 percentage points. Global
value chains stopped spreading. International capital flows never
recovered to their pre-2007 heights. And populist politicians openly hostile to
globalization became much more influential in the advanced economies.
Hyper-globalization crumbled
under its many contradictions. First, there was a tension between the gains
from specialization and the gains from productive diversification. The
principle of comparative advantage held that countries should specialize in
what they were currently good at producing. But a long line of developmental
thinking suggested that governments should instead push national economies to
produce what richer countries did. The result was the conflict between the
interventionist policies of the most successful economies, notably China, and
the “liberal” principles enshrined in the world trading system.
Second, hyper-globalization
exacerbated distributional problems in many economies. The inevitable flip side
of the gains from trade was the redistribution of income from its losers to its
winners. And as globalization deepened, redistribution from losers to
winners grew ever larger relative to the net gains. Economists
and technocrats who pooh-poohed the central logic of their discipline ended up
undermining public confidence in it.
Third, hyper-globalization
undermined the accountability of public officials to their electorates. Calls
to rewrite globalization’s rules were met with the retort that globalization
was immutable and irresistible – “the economic equivalent of a force of nature,
like wind or water,” as US President Bill Clinton put it. To those who questioned the prevailing system, UK
Prime Minister Tony Blair responded that, “You might as well debate whether
autumn should follow summer.”
Fourth, the zero-sum logic of
national security and geopolitical competition was antithetical to the
positive-sum logic of international economic cooperation. With China’s rise as
a geopolitical rival to the United States, and Russia’s invasion of Ukraine,
strategic competition has reasserted itself over economics.
With hyper-globalization having
collapsed, scenarios for the world economy run the gamut. The worst outcome,
recalling the 1930s, would be withdrawal by countries (or groups of countries)
into autarky. A less bad, but still ugly, possibility is that the supremacy of
geopolitics means that trade wars and economic sanctions become a permanent
feature of international trade and finance. The first scenario seems unlikely –
the world economy is more interdependent than ever, and the economic costs
would be huge – but we certainly cannot rule out the second.
Yet, it is also possible to
envisage a good scenario whereby we achieve a better balance between the
prerogatives of the nation-state and the requirements of an open economy. Such
a rebalancing might enable inclusive prosperity at home and peace and security
abroad.
The first step is for
policymakers to mend the damage done to economies and societies by
hyper-globalization, along with other market-first policies. This will require
reviving the spirit of the Bretton Woods era, when the global economy served
domestic economic and social goals – full employment, prosperity, and equity –
rather than the other way around. Under hyper-globalization, policymakers
inverted this logic, with the global economy becoming the end and domestic
society the means. International integration then led to domestic
disintegration.
Some might worry that emphasizing
domestic economic and social objectives would undermine economic openness. In
reality, shared prosperity makes societies more secure and more likely to
countenance openness to the world. A key lesson of economic theory is that
trade benefits a country as a whole, but only as long as distributive concerns
are addressed. It is in
the self-interest of well-managed, well-ordered
countries to be open. This is also the lesson of actual experience under the
Bretton Woods system, when trade and long-term investment increased
significantly.
A second important prerequisite for the good
scenario is that countries do not turn a legitimate quest for national security
into aggression against others. Russia may have had reasonable concerns about
NATO enlargement, but its war in Ukraine is a completely disproportionate
response that
will likely leave Russia less secure and less prosperous in the long run.
For great powers, and the US in particular,
this means acknowledging multipolarity and abandoning the quest for global
supremacy. The US tends to regard American predominance in global affairs as
the natural state of affairs. In this view, China’s economic and technological
advances are inherently and self-evidently a threat, and the bilateral relationship is
reduced to a zero-sum game.
Leaving aside the question of
whether the US can actually prevent China’s relative rise, this mindset is both
dangerous and unproductive. For
one thing, it exacerbates the security dilemma: American policies designed to
undermine Chinese firms such as Huawei are likely to make China feel threatened
and respond in ways that validate US fears of Chinese expansionism. A zero-sum
outlook also makes it more difficult to reap the mutual gains from cooperation
in areas such as climate change and global public health, while acknowledging that there will necessarily be
competition in many other domains.
In short, our future world need not be one
where geopolitics trumps everything else and countries (or regional blocs)
minimize their economic interactions with one another. If that dystopian
scenario does materialize, it will not be due to systemic forces outside our
control. As with hyper-globalization, it will be because we made the wrong
choices.