Carlos Rodrigo Zapata C.
Resulta paradójica la forma en que nos vamos encaminando al fin del mundo, simplemente porque se nos presenta como la mezcla de una tragedia y una comedia a la vez. A estas alturas ya no nos puede caber duda alguna que la pasión y el apetito triunfaron descaradamente sobre la racionalidad y el equilibrio.
Posiblemente la explicación sea la misma que se ha dado para comprender la destrucción de la naturaleza: así como la naturaleza no tuvo tiempo de adaptarse a la voracidad destructiva del homo sapiens, del mismo modo todo indica que nosotros tampoco tuvimos el tiempo suficiente para ponernos a buen recaudo de nosotros mismos. Aprendimos mal y demasiado tarde las reglas de la razón y apenas si habíamos empezado a balbucear las del equilibrio. Es decir, también nosotros fuimos –sí, el pasado ya es pertinente– víctimas de nuestra indómita capacidad destructiva.
A lo largo de la historia humana no dejamos de percibir esa nuestra energía destructiva, al punto que tuvimos que inventar toda una diversidad de formas de controlarla, limitarla, apaciguarla, pero nada. El castigo, la disciplina, la ley, la moral fueron algunos de los instrumentos a los que recurrimos, todo para no tropezarnos con nosotros mismos, pero nada de eso funcionó.
El extremo de la negación de estas formas de controlar nuestros apetitos voraces y nuestras ansias destructivas lo podemos ver ahora en esa serie de macabros atentados que se han multiplicado en los últimos años, donde el autor del atentado se auto inmola junto con sus víctimas. En la historia humana no habíamos tenido ejemplos más brutales y extremos de destrucción que el genocidio, pero esta forma de autodestrucción además es presentada como gozosa, puesto que los auto inmolados están convencidos que son ansiosamente esperados por su Señor en algún paraíso.
Si creíamos que el instinto de auto conservación era un medio de preservación extremo, pero infalible, bueno ahora podemos darle la extrema unción y enterrarlo bajo mil capas, porque tampoco esa había sido nuestra última valla de autoprotección.
El hecho es que no tenemos formas de cuidarnos, puesto que nuestra energía es demasiado violenta como para defendernos de nosotros mismos. Nos hemos convertido en nuestra principal amenaza, al punto que estas notas deben ser comprendidas como una simple despedida, una más de todas las que se estarán escribiendo en este mundo.
¿Dónde fallamos, por qué fallamos, podíamos haber hecho algo radicalmente diferente o nuestro destino estaba ya sellado desde los inicios de todos los tiempos? ¿Esto es lo que queríamos decir con destino inevitable, destino manifiesto? ¿Había existido el tal destino? Pues parece que sí y como en la tragedia más trágica de cuántas podamos imaginar, tampoco de ésta podíamos zafarnos, simplemente porque no teníamos los ingredientes, el ADN, la voluntad, la sabiduría o las agallas para liberarnos de su fatal sino inevitable y además creíamos que grandes dosis de violencia bastaban para reencaminar cualquier asunto.
Estas notas que voy desgranando se empiezan a asemejar cada vez más a un testamento, de esos que suelen escribirse en el instante en que uno va a periclitar definitivamente y que es cuando –dicen– toda la vida transcurrida empieza a pasar por nuestra cabeza como una película, como si la máquina antes de apagarse para siempre tuviera el deber de rendir cuentas, pasar revista a lo bueno y lo malo, a los logros y fracasos, a todo aquello que nos dejó alguna huella remarcable que valga la pena incluir en tan sucinto y extremo relato final.
Como sea que sea, tampoco tengo la intención de adelantar ningún reloj, pues siempre cabe la esperanza de encontrar el resquicio ese que nos pueda librar de nuestro destino fatal. También en esto somos incorregibles, tanto en la ilusión de encontrar esa escapatoria, como en la falta de la labor indispensable para lograrlo o por lo menos para intentar lograrlo, hasta el último hálito de vida.
Y este es otro de los grandes vacíos que han formateado la vida humana y la han llevado al fracaso: la inconsecuencia, la inconsistencia, o sea, la idea sin la obra, la ilusión sin el esfuerzo. ¿Qué es consecuencia? Pues simplemente actuar como se habla y hablar como se piensa, siempre y en todo tiempo y lugar. Todo en línea. La falta de esta directriz, regla, precepto o ley ha debilitado todos nuestros esfuerzos, ha puesto en cuestión todas nuestras posibilidades de adquirir los instrumentos requeridos para labrarnos otro destino que siempre, desde el instante que nacimos a este mundo, dependió de este valor: la rectitud, la consistencia. ¿Tarde, no, para darse cuenta?, pero qué le vamos a hacer, posiblemente alguna nueva especie que empiece desde el fondo y desde abajo comprenda su absoluta necesidad desde el principio.
Me da la impresión que necesitamos ajustar cuentas con todas nuestras referencias, con todas las bases que hemos empleado para convertir nuestro tránsito por la vida en un intento por comprenderla, por hacernos a ella, por tratar de dejar un granito de arena que pueda servir de apoyo a quienes vienen a continuación. Pensar ahora que hasta los esfuerzos más excelsos están a punto de convertirse en simple chatarra, porque desaparecerá hasta la capacidad de pensarlas, aplicarlas, usarlas, me quita el sueño y no me lo quita, porque al final de cuentas tenemos que admitir que tampoco esa masa universal de saberes y sabidurías que hemos generado no nos ha protegido del peligro más grande de todos, de nosotros mismos, la especie más belicosa del mundo, según refería Kant en sus esfuerzos por controlarla e instaurar alguna vez la paz eterna.
Es que no puede ser que si hicimos bien o relativamente bien, o más bien que mal todas las cosas, el resultado sea tan patético, tan catastrófico, tan inminentemente desastroso. Quiere decir que no supimos comprender las claves de nuestro mundo, en particular el modo y la manera en que teníamos que comportarnos, pero sobre todo, la forma en que debíamos ponernos a resguardo, en cuarentena, para cuidarnos y protegernos de nosotros mismos, en que debíamos manejar, gobernar o controlar nuestros impulsos, nuestras hormonas, nuestras ínfulas, nuestras ansias y angurrias.
Si sueltas en el mundo un ente que no conoce nada y tampoco tiene reglas para conocer ese mundo, ni para interrelacionarse con él, y tampoco te preocupas por centrar la atención en sus formas de comportamiento, en la química de sus acciones y reacciones, entonces está claro que te puede salir cualquier cosa, aunque siempre será por accidente, es decir, como producto y resultado de una cadena muy larga de hechos, sucesos y circunstancias fortuitas. No puedes esperar que un ser fortuito, producto de accidentes, casualidades y circunstancias de todo tipo, necesariamente salga derecho, es decir, apto para enfrentar y asumir todas las circunstancias y avatares de su vida con sabiduría, hidalguía, equilibrio, ecuanimidad, proyección, etc. Eso solo podría ser producto de una gran casualidad, de una misteriosa casualidad. Y está claro que no hemos tenido semejante casualidad, al menos en la cantidad y oportunidad indispensables como para que pueda perdurar, prevalecer y difundir la sabiduría que logró transmitir.
La historia humana también se ha caracterizado por la destrucción y aniquilación de quienes probablemente podían haber provisto modelos más acordes a este mundo, pues los que dominaron en cada tiempo y lugar usualmente fueron los que tenían más poder y apetitos más urgentes, a satisfacer de inmediato, sin pensar en el mañana. De ese modo se fueron destruyendo las propias oportunidades de auto salvación. Las opciones se fueron reduciendo continuamente a través de los tiempos con esa lógica que sólo sobrevive el más fuerte. Otras lógicas, como la que deben sobrevivir los más sabios, los más aptos, los más comprometidos nunca cupieron en el estrecho mundo de la violencia y belicosidad.
Uno de los intentos más majestuosos acontecidos en nuestro mundo para cambiar nuestras órdenes de destino ha sido sin lugar a dudas el arribo de diversos Mesías, de seres únicos, especiales, considerados divinos. La llegada de Jesús fue una réplica de otros seres de este tipo, quien a su vez también fue replicado en otros ámbitos y sociedades.
Su arribo está íntimamente ligado al momento que atravesaba cada sociedad. Por lo general se trataba de épocas en las que se desplegaba un gran esfuerzo por controlar la violencia, los desbordes, el materialismo, la incapacidad de aunar esfuerzos, de articular voluntades. Es curioso constatar que todos los Mesías que llegaron a nuestro mundo centraron su atención en aspectos relacionados con la conducta y el comportamiento humano, en unos casos recurriendo a penas y castigos, en otros predicando el amor, la paz, el respeto mutuo, pero en todos los casos centrados en la conducta humana. Eso sucedió entre hace 3000 y 1500 años, según si pensamos en Buda, Jesús o Mahoma.
Posiblemente este dato sea la prueba concluyente que llegamos tarde a todo, pues recién al cabo de decenas de miles de años de existencia del homo sapiens, de que la especie humana logró el mayor desarrollo de la conciencia y por tanto adquirió la capacidad de poner en línea sus acciones con sus requerimientos futuros, recién entonces empezamos a comprender lo crucial y fundamental que era para el futuro de la especie el control de nuestro comportamiento. No tuvimos reparo alguno en sacrificar a quien se consideró el mismísimo hijo de Dios, someterlo a todo un calvario, aún estando convencidos que sólo gracias a él podríamos acceder al reino de los cielos.
Todo indica que ya estábamos formateados, que la angurria, la envidia y toda una colección de bajas pasiones ya se habían apropiado del alma humana, que los intentos de los Mesías definitivamente no podrían realizarse en este mundo. Por supuesto que eso lo podemos decir hoy día, porque durante siglos se intentó aplicar las recetas que nos trajeron los Mesías.
Posiblemente esos siglos son los mejores de la historia humana, y a la vez los peores, porque daba la impresión que seguir esas enseñanzas nos liberaría de la degradación, la ignominia, nos permitirían asegurar la vida eterna, aquí en la tierra a la especie humana y en el más allá a cada uno de nosotros al lado de nuestro respectivo Señor, pero esos son justamente los años en los que de manera ordenada y disciplinada fuimos dando rienda suelta a nuestra angurria y precipitamos nuestra decadencia.
Ahora estamos en condiciones de decir que el problema no era la falta de educación, modales, valores o sabiduría, sino el haber mantenido en el centro de toda nuestra conducta a la angurria, el apetito sin fin, el ansia irrefrenable de acumulación, siempre acompañados de la violencia, tan extrema como fuera requerida. Ese fue nuestro pecado mortal: poner toda nuestra herencia humana, nuestra sabiduría, en el altar de la violencia y la codicia.
Podemos decir que fue un gran pacto, porque nos civilizamos, pero al mismo tiempo nos dimos las reglas y las vías para vivir nuestros apetitos de modo ya desenfrenado, sin empacho alguno, descarnada y descaradamente. El orden, la civilización, las normas, sólo fueron el envoltorio para sacar a relucir lo que llevábamos en el fondo, como si todo ello constituyera la verdadera esencia de nuestros seres: la angurria, la codicia, la ambición. Nunca aprendimos a incorporar en nuestros diseños civilizatorios y estilos de vida a las leyes de movimiento de la madre naturaleza. Nos sentíamos algo único, especial, superior, mientras más negábamos nuestra pertenencia al mundo animal, una de las ramas de la naturaleza. Ahí sí que ya perdimos el tren a todos los futuros.
Las decenas de milenios que nos tocó vivir al borde de la supervivencia, siempre expuestos a toda clase de peligros y en riesgo de muerte, se incrustaron en nuestro ser, en nuestro ADN, y nos llevaron a acrecentar sin límites estos apetitos y deseos. Podríamos decir que gustosos aprendimos a vestirnos con nuestras mejores galas para asistir a nuestra propia ejecución.
Para ello ya no tenemos respuesta, simplemente porque el planeta es muy estrecho para semejantes exigencias y lamentablemente tampoco hemos logrado salir de nuestro encierro sideral, por lo que ahora ya solo nos toca pasar al cadalso, el que nosotros meticulosa y laboriosamente nos hemos fabricado, como todos esos patíbulos erigidos en los altares de todas las revoluciones. Fin de la vida humana, fin de todas las ilusiones, sueños, esperanzas.
El universo seguirá inventado innumerables nuevas formas de experimentar con sus materias primas, compuestas de innumerables sustancias, leyes y fuerzas que pululan soberanas por todos sus confines. Debemos confesar que el universo nos hizo el presente más grandioso que especie, ser o ente alguno jamás imaginó posible: dotar de vida y conciencia a unos amasijos de materia. Ello nos abrió nuevos universos, nos llenó de ilusiones, sueños, esperanzas.
Debemos decir que todos esos son los presentes más maravilloso que ser o ente alguno pudo haber recibido alguna vez, pero no supimos administrarlos, cuidarlos, valorarlos como los presentes más sagrados jamás habidos. Pero todo ello es tan íntimamente nuestro que todo ello que se irá con nosotros.
El experimento no funcionó, simplemente porque son incontables todas las condiciones que eran indispensables para que hubiera podido funcionar. Entre los elementos del universo tampoco están incluidas las esperanzas. Aunque pudieran disecarnos hasta en las últimas partículas, jamás podrían encontrarse todos esos elementos. Esa fue nuestra única creación, la que nos llevamos con nosotros. El universo ya se estará inventando sus propias formas de perpetuarse.
(22/05/2019)
LA CRISIS CLIMÁTICAESTÁ EN EL CENTRO DE LA CATÁSTROFE MUNDIAL, PERO ESTÁ LEJOS DE SER LA ÚNICACAUSA.
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