Carlos
Rodrigo Zapata C.
La dinámica global es atemorizante. Cada resquicio de los espacios globales parece haber sido ocupado estratégica y militarme por alguna de las fuerzas contendientes, de modo visible o invisible.
Da la impresión de que no hay nada más que hacer que enfrentar y sobrellevar
cada confrontación que aflore en cualquier punto del planeta con la celeridad y violencia que exija cada caso. Los costos colaterales ya ni se contabilizan, la cuenta de muertos y heridos ya ni causa conmoción general, la de niños, algo.
En este contexto, en el que varias guerras y confrontaciones bélicas se vienen ejecutando –como son los casos de Ucrania y Gaza, principalmente– se anuncia el incremento por billones de dólares, o sea, una cifra con doce ceros por detrás, de los gastos militares y se sigue estudiando las formas de confrontar a los adversarios en cualquier escenario que se presente.
La lucha contra el calentamiento global y la debacle climática y ecológica en plena marcha no pasa de ser un saludo a la bandera, es decir, una pose más que un compromiso. Si queremos agregarle aún más combustible a esta situación explosiva basta señalar que Trump tiene amplias posibilidades de retornar a la Casa Blanca en Washington, situación que
sin duda equivaldría a activar todas las bombas dispuestas en los arsenales del
mundo.
En este contexto nos encontramos con una reflexión crítica y a la vez propositiva del senador Bernie Sanders, que postuló a la nominación presidencial por los Demócratas los años 2016 y 2020,siendo relegado por Hillary Clinton y luego por Joseph Biden.
Dicha reflexión que adjunto a continuación, en traducción al castellano mediante Google y el link del original, me merece honda preocupación porque muestra cuán cerrado está el horizonte de posibilidades en el mundo actual. A lo largo del texto traducido he resaltado algunas ideas de Sanders y he insertado mis propios comentarios, preguntas y algunas sugerencias que pongo a disposición de los lectores interesados.
Dicho todo ello en pocas palabras: sin cambiar el rumbo actual, el mundo está quemando sus últimas posibilidades de evitar una catástrofe global, en la que los frentes de uno y otro lado sufrirán las mismas consecuencias. Todo ello se debe al avance del calentamiento global y los impactos climático y ecológico que ya se observan en todo el planeta.
Todo indica que, si ahora no se dejan las armas en reposo o, mejor, si no se las entierra bajo siete desiertos, la humanidad no tendrá tiempo de detener la catástrofe que ya está en camino. Una guerra nuclear apenas anticiparía lo que de todas maneras llegará y arrasará con los fundamentos de vida del planeta.
No tenemos que hacer esfuerzos adicionales para acelerar la autodestrucción,
resulta francamente ocioso. Pero si ahora las partes en conflicto arriaran sus
banderas, dejaran sus armas y se concentraran en la lucha contra el cambio
climático es posible que se logre reducir sus impactos más severos.
No hay plan B para este escenario. Es destrucción y muerte por la vía acelerada de la guerra de los humanos incapaces de luchar por objetivos comunes y compartidos, o es por la vía más lenta de la debacle climática y ambiental, también desatada por la angurria e irresponsabilidad humanas, que llegaremos a nuestro fin en plazos antes nunca imaginados.
La sensatez de Sanders en unos aspectos y sus preferencias extrañas en otros aspectos quedan angostas, estrechas, por no decir reducidas a escombros, en vista al escenario global y a la urgencia de actuar de modo inmediato. La preservación de la vida en el sentido más estricto y literal que es posible decirlo, se halla en peligro inminente. Los plazos se agotaron.
Una revolución
en la política exterior estadounidense
Reemplazar la codicia, el militarismo y
la hipocresía por la solidaridad, la diplomacia y los derechos humanos
Por Bernie Sanders
18 de marzo de 2024
Un hecho triste sobre la política de Washington es que algunos de los
temas más importantes que enfrentan Estados Unidos y el mundo rara vez se
debaten de manera seria. En ninguna parte es esto más cierto que en el ámbito
de la política exterior. Durante muchas décadas, ha habido un "consenso
bipartidista" en materia de asuntos exteriores. Trágicamente, ese consenso
casi siempre ha sido erróneo. Ya sea que se trate de las guerras en Vietnam,
Afganistán e Irak, el derrocamiento de gobiernos democráticos en todo el mundo
o medidas desastrosas en el comercio, como la entrada en el Tratado de Libre
Comercio de América del Norte y el establecimiento de relaciones comerciales
normales permanentes con China, los resultados a menudo han dañado la posición
de Estados Unidos en el mundo, socavado los valores profesados por el país, y
ha sido desastrosa para la clase obrera estadounidense.
Este patrón continúa hoy en día. Después de gastar miles de millones de
dólares para apoyar a las fuerzas armadas israelíes, Estados Unidos, prácticamente solo
en el mundo, está defendiendo al gobierno extremista de derecha del primer
ministro Benjamin Netanyahu, que está librando una campaña de guerra total y
destrucción contra el pueblo palestino, lo que resulta en la muerte de decenas
de miles de personas, incluidos miles de niños, y la hambruna de cientos de
miles más en la Franja de Gaza. Mientras tanto, al sembrar el miedo en torno a
la amenaza que representa China y en el continuo crecimiento del complejo
militar-industrial, es
fácil ver que la retórica y las decisiones de los líderes de los dos partidos
principales con frecuencia no se guían por el respeto a la democracia o los
derechos humanos, sino por el militarismo, el pensamiento grupal y la codicia y
el poder de los intereses corporativos. Como resultado, Estados Unidos está
cada vez más aislado no sólo de los países más pobres del mundo en desarrollo,
sino también de muchos de sus aliados de larga data en el mundo
industrializado.
Dados estos fracasos, ya es hora de reorientar fundamentalmente la
política exterior estadounidense. Para ello, hay que reconocer los fracasos del consenso
bipartidista posterior a la Segunda Guerra Mundial y trazar una nueva visión
centrada en los derechos humanos, el multilateralismo y la solidaridad mundial.
UN HISTORIAL
VERGONZOSO
Desde la Guerra Fría, los políticos de
los dos principales partidos han utilizado el miedo y las mentiras descaradas
para enredar a Estados Unidos en conflictos militares extranjeros desastrosos e
imposibles de ganar. Los presidentes Johnson y Nixon enviaron a casi tres millones
de estadounidenses a Vietnam para
apoyar a un dictador anticomunista en una guerra civil vietnamita bajo la
llamada teoría del dominó, la idea de que si un país caía en manos del
comunismo, los países circundantes también caerían. La
teoría era errónea y la guerra fue un fracaso abyecto. Hasta tres millones de vietnamitas
murieron, al igual que 58.000 soldados estadounidenses.
La destrucción de Vietnam no fue
suficiente para Nixon y su secretario de Estado Henry Kissinger. Expandieron la
guerra a Camboya con una inmensa campaña de bombardeos que mató a cientos de
miles de personas más y alimentó el ascenso del dictador Pol Pot, cuyo
posterior genocidio mató hasta dos millones de camboyanos. Al final, a pesar de
sufrir enormes bajas y gastar enormes cantidades de dinero, Estados Unidos
perdió una guerra que nunca debió haberse librado. En el proceso, el país dañó
gravemente su credibilidad en el extranjero y en el interior.
El historial de Washington en el resto del mundo no fue mucho mejor
durante esta época. En nombre de la lucha contra el comunismo y la Unión
Soviética, el gobierno de Estados Unidos apoyó golpes militares en Irán,
Guatemala, la República Democrática del Congo, la República Dominicana, Brasil,
Chile y otros países. Estas intervenciones a menudo fueron en apoyo de
regímenes autoritarios que reprimieron brutalmente a su propio pueblo y
exacerbaron la corrupción, la violencia y la pobreza. Washington todavía está
lidiando con las consecuencias de tal intromisión hoy en día, enfrentando una
profunda sospecha y hostilidad en muchos de estos países, lo que complica la
política exterior de Estados Unidos y socava los intereses estadounidenses.
Una generación más tarde, después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001,
Washington repitió muchos de estos mismos errores. El presidente George W. Bush
comprometió casi dos millones de soldados estadounidenses y más de 8 billones
de dólares para una "guerra global contra el terrorismo" y guerras
catastróficas en Afganistán e Irak. La guerra de Irak, al igual que la de
Vietnam, se construyó sobre una mentira descarada. "No podemos esperar a
la prueba final, la pistola humeante que podría venir en forma de nube en forma
de hongo", advirtió Bush de manera infame. Pero no había nube en forma de
hongo y no había pistola humeante, porque el dictador iraquí Saddam Hussein no
tenía armas de destrucción masiva. Muchos aliados de Estados Unidos se
opusieron a la guerra, y el enfoque unilateral de la administración Bush en el
período previo a la guerra socavó gravemente la credibilidad estadounidense y
erosionó la confianza en Washington en todo el mundo. A pesar de esto, las supermayorías
en ambas cámaras del Congreso votaron a favor de autorizar la invasión de 2003.
La guerra de Irak no fue una aberración. En nombre de la guerra global
contra el terrorismo, Estados Unidos llevó a cabo torturas, detenciones
ilegales y "entregas extraordinarias", secuestrando a sospechosos en
todo el mundo y reteniéndolos durante largos períodos en la prisión de la Bahía
de Guantánamo en Cuba y en los "sitios negros" de la CIA en todo el
mundo. El gobierno de Estados Unidos implementó la Ley Patriota, que dio lugar
a una vigilancia masiva a nivel nacional e internacional. Las dos décadas de
combates en Afganistán dejaron miles de soldados estadounidenses muertos o
heridos y causaron cientos de miles de víctimas civiles afganas. Hoy, a pesar
de todo ese sufrimiento y gastos, los talibanes están de vuelta en el poder.
EL SALARIO DE
LA HIPOCRESÍA
Me gustaría poder decir que el establishment de la política exterior en
Washington aprendió la lección después de los fracasos de la Guerra Fría y la
guerra global contra el terrorismo. Pero, con algunas excepciones notables, no
lo ha hecho. A pesar de su promesa de una política exterior de "Estados
Unidos primero", el presidente Donald Trump aumentó la
guerra de aviones no tripulados sin restricciones en todo el mundo, comprometió
más tropas en Medio Oriente y Afganistán, aumentó las tensiones con China y
Corea del Norte, y casi se metió en una guerra desastrosa con Irán. Llenó de
armas a algunos de los tiranos más peligrosos del mundo, desde los Emiratos
Árabes Unidos hasta Arabia Saudita. Aunque el tipo de autogestión y
corrupción de Trump era nuevo, tenía sus raíces en décadas de política
estadounidense que priorizaba los intereses unilaterales a corto plazo sobre
los esfuerzos a largo plazo para construir un orden mundial basado en el
derecho internacional.
[Trato de imaginarme como podría haber sido un
gobierno Sanders en los EEUU. ¿Trataría de llegar a acuerdos de beneficio mutuo
con China, Rusia, Corea del Norte? ¿Revalidaría la protección a Taiwán y otros
países asiáticos que se sienten amenazados por el poderío chino? ¿Pondría a los
árabes, en particular a EAU y AS en alguna lista negra, como propiciadores del
terrorismo? ¿Qué haría con Hamás e Israel? Tengo la impresión que en
geopolítica en el SXXI no es posible simplemente abrazar las causas opuestas a
las de los contendientes para tener un programa. Se requiere mucha más
sutileza, todo en aras de reconstruir el mundo podrido en que nos encontramos,
pero tampoco se puede dejar que bestias pardas como Putin o Netanyahu se salgan
con la suya. ¿O incluso eso habría que ponerlo en consideración? ¡Qué escenario
mundial tan jodido! ¿Ya no hay espacio para valores, principios y normas?]
Y el militarismo de Trump no era nuevo en absoluto. Solo en la última década, Estados Unidos ha participado en operaciones militares en Afganistán, Camerún, Egipto, Irak, Kenia, Líbano, Libia, Malí, Mauritania, Mozambique, Níger, Nigeria, Pakistán, Somalia, Siria, Túnez y Yemen. El ejército estadounidense mantiene alrededor de 750 bases militares en 80 países y está aumentando su presencia en el extranjero a medida que Washington aumenta las tensiones con Pekín. Mientras tanto, Estados Unidos está suministrando al Israel de Netanyahu miles de millones de dólares en fondos militares mientras aniquila Gaza.
La política de Estados Unidos hacia China es otro ejemplo del pensamiento grupal fallido de política exterior, que enmarca
la relación entre Estados Unidos y China como una lucha de suma cero. Para
muchos en Washington, China es el nuevo coco de la política exterior, una
amenaza existencial que justifica presupuestos cada vez más altos para el Pentágono.
Hay mucho que criticar en el historial de China: su robo de tecnología, su
supresión de los derechos de los trabajadores y de la prensa, su enorme
expansión de la energía del carbón, su represión del Tíbet y Hong Kong, su
comportamiento amenazante hacia Taiwán y sus atroces políticas hacia el pueblo
uigur. Pero no habrá solución a la amenaza existencial del
cambio climático sin la cooperación entre China y Estados Unidos, los dos
mayores emisores de carbono del mundo. Tampoco habrá esperanza de
abordar seriamente la próxima pandemia sin la cooperación entre Estados Unidos
y China. Y en lugar de
iniciar una guerra comercial con China, Washington podría crear acuerdos
comerciales mutuamente beneficiosos que beneficien a los trabajadores de ambos
países, no solo a las corporaciones multinacionales.
[¿Y el resto del mundo? Una
China con las espaldas cubiertas penetraría hasta en los últimos rincones en
busca de aspirar los recursos del planeta. Así como es inimaginable que todo el
mundo pueda alcanzar el nivel de vida de USA, hoy en día es igualmente
inadmisible que el mundo pueda desarrollar la misma vorágine china o los mismos
grados de contaminación chinos. Gran parte de la complicación actual deriva no
sólo del hecho que las autocracias
y regímenes ultra verticales han proliferado en demasía, sino del hecho que
toda acción o falta de acción cuenta en términos de meses y años para superar
el punto sin retorno climático global. Todo indica que no son posibles los acuerdos que apunten a adquirir o
acentuar una supremacía global y ni siquiera a acuerdos de tipo win-win porque
se estaría haciendo las cuentas sin la principal convidada a la mesa, siempre
ignorada: la madre naturaleza. A estas alturas está claro que el mundo se ha
quedado sin los rieles del crecimiento eterno, de los aumentos continuos de
ingresos. Solo un gran pacto de no
beligerancia, de respeto a la naturaleza y de reducción acelerada de la
contaminación global puede salvarnos de una hecatombe. Todo otro escenario es ridículo, absurdo, torpe,
aniquilador de los fundamentos de vida para toda la humanidad. Por ello, hasta
resulta ridículo contrastar posiciones políticas, criticarlas, porque todo ello
no sirve, sólo son prolegómenos de nuevos y acelerados desastres. Se cambia el
chip totalmente o perecemos estrepitosamente… en el curso de este siglo.]
Estados Unidos, prácticamente solo en el mundo, está defendiendo al
gobierno de extrema derecha de Netanyahu.
Estados Unidos puede y debe responsabilizar a China por sus violaciones
de los derechos humanos. Pero las preocupaciones de
Washington por los derechos humanos son más bien selectivas. Arabia
Saudita es una monarquía absoluta controlada por una familia que vale más de un
billón de dólares. Allí ni siquiera existe la pretensión de democracia; Los
ciudadanos no tienen derecho a disentir ni a elegir a sus líderes. Las mujeres
son tratadas como ciudadanas de segunda clase. Los derechos de los homosexuales
son prácticamente inexistentes. La población inmigrante en Arabia Saudita a
menudo se ve forzada a la esclavitud moderna, y recientemente ha habido
informes de asesinatos masivos de cientos de migrantes etíopes por parte de las
fuerzas sauditas. Uno de los pocos disidentes prominentes del país, Jamal
Khashoggi, dejó una embajada saudí hecha pedazos en una maleta después de ser
asesinado por agentes saudíes en un ataque que las agencias de inteligencia
estadounidenses concluyeron que fue ordenado por el príncipe heredero Mohammed
bin Salman, el gobernante de facto de Arabia Saudita. Sin embargo, a pesar de
todo eso, Washington continúa proporcionando armas y apoyo a Arabia Saudita,
como lo hace con Egipto, India, Israel, Pakistán y los Emiratos Árabes Unidos,
todos países que habitualmente pisotean los derechos humanos.
No es solo el aventurerismo militar estadounidense y el respaldo
hipócrita a los tiranos lo que ha demostrado ser contraproducente. Lo mismo han
ocurrido con los acuerdos comerciales internacionales en los que Washington ha
entrado en las últimas décadas. Después de que a los estadounidenses comunes se
les dijera, año tras año, lo peligrosos y terribles que eran los comunistas de
China y Vietnam, y cómo Estados Unidos tenía que derrotarlos sin importar el
costo, resulta que las corporaciones estadounidenses tenían una perspectiva
diferente. A las principales multinacionales con sede en Estados Unidos les
encantó la idea del "libre comercio" con estos países autoritarios y
aceptaron la oportunidad de contratar trabajadores empobrecidos en el
extranjero por una fracción de los salarios que pagaban a los estadounidenses. Por lo tanto, con el apoyo
bipartidista y el apoyo del mundo corporativo y los principales medios de
comunicación, Washington forjó acuerdos de libre comercio con China y Vietnam.
Los resultados han sido
desastrosos. En las aproximadamente dos décadas que siguieron a estos acuerdos,
más de 40.000 fábricas en Estados Unidos cerraron, alrededor de dos millones de
trabajadores perdieron sus empleos y los estadounidenses de clase trabajadora
experimentaron un estancamiento salarial, incluso cuando las corporaciones
ganaron miles de millones y los inversores fueron recompensados con creces. Más allá del daño causado en el
país, estos acuerdos también contenían pocas normas para proteger a los
trabajadores o el medio ambiente, lo que provocó impactos desastrosos en el
extranjero. El
resentimiento de estas políticas comerciales entre los estadounidenses de clase
trabajadora ayudó a impulsar el ascenso inicial de Trump y continúa
beneficiándolo hoy.
LAS PERSONAS
POR ENCIMA DE LOS BENEFICIOS
La política exterior estadounidense moderna no siempre ha sido miope y
destructiva. A raíz de la Segunda Guerra Mundial, a pesar de la guerra más
sangrienta de la historia, Washington
optó por aprender las lecciones de los acuerdos punitivos posteriores a
la Primera Guerra Mundial. En lugar de humillar a Alemania y Japón, enemigos
derrotados en tiempos de guerra, cuyos países yacían en ruinas, Estados Unidos lideró un programa masivo
de recuperación económica multimillonaria y ayudó a convertir sociedades
totalitarias en democracias prósperas. Washington encabezó la fundación de las Naciones Unidas y
la implementación de las Convenciones de Ginebra para evitar que los
horrores de la Segunda Guerra Mundial volvieran a ocurrir y para garantizar que
todos los países se rigieran por los mismos estándares en materia de derechos
humanos. En la década de 1960, el presidente John F. Kennedy lanzó el Cuerpo de Paz para apoyar la
educación, la salud pública y el espíritu empresarial en todo el mundo,
construyendo conexiones humanas y promoviendo proyectos de desarrollo local. En este siglo, Bush lanzó el
Plan de Emergencia del Presidente para el
Alivio del SIDA, conocido como PEPFAR, que ha salvado más de 25 millones de
vidas, principalmente en el África subsahariana, y la Iniciativa del Presidente
contra la Malaria, que ha evitado
más de 1.500 millones de casos de malaria.
Si el objetivo de la política exterior es ayudar a crear un mundo
pacífico y próspero, el establishment de la política exterior debe replantearse
fundamentalmente sus supuestos. Gastar billones de dólares en guerras
interminables y contratos de defensa no va a abordar la amenaza existencial del
cambio climático o la probabilidad de futuras pandemias. No va a alimentar a
los niños hambrientos, ni a reducir el odio, ni a educar a los analfabetos, ni
a curar enfermedades. No va a ayudar a crear una comunidad global compartida ni
a disminuir la probabilidad de guerra. En este momento crucial de la historia de la humanidad, Estados
Unidos debe liderar un nuevo movimiento global basado en la solidaridad humana
y las necesidades de los pueblos que luchan. Este movimiento debe tener
el coraje de enfrentarse a la codicia de la oligarquía internacional, en la que
unos pocos miles de multimillonarios ejercen un enorme poder económico y
político.
La política económica es la
política exterior. Mientras las corporaciones ricas y los multimillonarios tengan un
dominio absoluto sobre nuestros sistemas económicos y políticos, las decisiones
de política exterior se guiarán por sus intereses materiales, no por los de la
gran mayoría de la población mundial. Es por eso que Estados Unidos
debe abordar la indignación moral y económica de la desigualdad de ingresos y
riqueza sin precedentes, en la que el uno por ciento más rico del
planeta posee más riqueza que el 99 por ciento más pobre, una desigualdad que
permite que algunas personas sean propietarias de docenas de casas, aviones
privados e incluso islas enteras, mientras millones de niños pasan hambre o
mueren de enfermedades fácilmente prevenibles. Los estadounidenses deben
liderar a la comunidad internacional en la eliminación de los paraísos fiscales que
permiten a los multimillonarios y a las grandes corporaciones ocultar billones
de dólares en riqueza y evitar pagar su parte justa de impuestos. Eso incluye
sancionar a los países que sirven como refugios fiscales y utilizar la
importante influencia económica de Estados Unidos para cortar el acceso al
sistema financiero estadounidense. Se estima que entre 21 y 32
billones de dólares en activos financieros se encuentran en paraísos fiscales
en la actualidad, según la Red de Justicia Fiscal. Esta riqueza no
beneficia en nada a las sociedades. No se grava con impuestos y ni siquiera se
gasta, simplemente garantiza que los ricos se hagan más ricos.
Muchos contratistas de defensa ven la guerra en Ucrania principalmente
como una forma de llenarse los bolsillos.
Washington debe desarrollar acuerdos comerciales justos que beneficien a
los trabajadores y a los pobres de todos los países, no solo a los inversores
de Wall Street. Esto incluye la creación de disposiciones laborales y
ambientales sólidas y vinculantes con mecanismos claros de aplicación, así como
la eliminación de las protecciones a los inversores que facilitan la
subcontratación de trabajos. Estos acuerdos deben negociarse con el aporte de
los trabajadores, el pueblo estadounidense y el Congreso de Estados Unidos, en
lugar de solo los cabilderos de las grandes corporaciones multinacionales, que
actualmente dominan el proceso de negociación comercial.
Estados
Unidos también debe recortar el exceso de gasto militar y exigir que otros
países hagan lo mismo. En medio de enormes desafíos
ambientales, económicos y de salud pública, los principales países de este
mundo no pueden permitir que los enormes contratistas de defensa obtengan
ganancias récord mientras proporcionan al mundo armas utilizadas para
destruirse unos a otros. Incluso sin gastos suplementarios, Estados Unidos
planea dedicar alrededor de 900.000 millones de dólares a las fuerzas armadas
este año, casi la mitad de los cuales se destinarán a un pequeño número de
contratistas de defensa que ya son altamente rentables.
Al igual que la mayoría de los estadounidenses,
creo que es de interés vital para Estados Unidos y la comunidad internacional
luchar contra la invasión ilegal de Ucrania por parte del presidente ruso
Vladimir Putin. Pero muchos contratistas de defensa ven la guerra principalmente como
una forma de llenarse los bolsillos. RTX Corporation, anteriormente Raytheon,
ha multiplicado por siete los precios de sus misiles Stinger desde 1991. Hoy en
día, a Estados Unidos le cuesta 400.000 dólares reemplazar cada Stinger enviado
a Ucrania, un aumento de precio escandaloso que no puede explicarse ni
remotamente por la inflación, el aumento de los costos o los avances en la
calidad. Tal codicia no solo le cuesta a los contribuyentes estadounidenses;
cuesta vidas ucranianas. Cuando los contratistas aumentan sus ganancias, menos
armas llegan a los ucranianos en el frente. El Congreso debe frenar este tipo
de especulación bélica examinando más de cerca los contratos, retirando los
pagos que resulten ser excesivos y creando un impuesto sobre las ganancias
extraordinarias.
Mientras tanto, Washington debe dejar de
socavar las instituciones internacionales cuando sus acciones no se alinean con
sus intereses políticos a corto plazo. Es mucho mejor para los países del
mundo debatir y discutir sus diferencias que lanzar bombas o participar en
conflictos armados. Estados Unidos debe apoyar a la ONU pagando sus
cuotas, comprometiéndose directamente en la reforma de la ONU y apoyando a los
organismos de la ONU como el Consejo de Derechos Humanos. Estados Unidos
también debería unirse finalmente a la Corte Penal
Internacional en lugar de atacarla cuando emite veredictos que Washington
considera inconvenientes. El presidente Joe Biden tomó la decisión correcta al
reincorporarse a la Organización Mundial de la Salud. Ahora Estados Unidos debe
invertir en la OMS, fortalecer su capacidad para responder rápidamente a las
pandemias y trabajar con ella para negociar un tratado internacional sobre
pandemias que priorice las vidas de los pobres y los trabajadores de todo el
mundo, no las ganancias de las grandes farmacéuticas.
SOLIDARIDAD
AHORA
Los beneficios de hacer este
cambio en la política exterior superarían con creces los costos. Un apoyo más
consistente de Estados Unidos a los derechos humanos haría más
probable que los malos actores se enfrenten a la justicia, y menos probable que
cometieran abusos contra los derechos humanos en primer lugar. El aumento de las inversiones en el
desarrollo económico y la sociedad civil sacaría a millones de personas
de la pobreza y fortalecería las instituciones democráticas. El apoyo de
Estados Unidos a las normas
laborales internacionales justas aumentaría los salarios de millones de
trabajadores estadounidenses y de miles de millones de personas en todo el
mundo. Hacer que los ricos
paguen sus impuestos y tomar medidas enérgicas contra el capital extraterritorial
desbloquearía recursos financieros sustanciales que podrían ponerse a trabajar
para abordar las necesidades globales y ayudar a restaurar la fe de la gente en
que las democracias pueden cumplir.
Por encima de todo, como la democracia más antigua y poderosa del mundo,
Estados Unidos debe reconocer que nuestra mayor fortaleza como nación no proviene de nuestra riqueza o
nuestro poderío militar, sino de nuestros valores de libertad y democracia. Los mayores desafíos de nuestro
tiempo, desde el cambio climático hasta
las pandemias mundiales, requerirán cooperación, solidaridad y acción
colectiva, no militarismo.
[El problema número uno se
llama EEUU, pues el único argumento que podría servir para ejercer una presión
suficiente para que los gallos de pelea de todo el mundo abandonen sus carreras
agresivas, armamentísticas y delictivas radica en la lucha global y resuelta
contra el calentamiento global. Pero EEUU no termina de creer en esos
argumentos. Trump de vuelta en la Casa Blanca, y pronto EEUU estaría nuevamente
al margen de todo acuerdo de Paris y de los esfuerzos globales que ni terminan
de nacer. En suma, parece ser que la única vía de evitar un mundo tan revuelto
radica en buscar la cooperación global para lo cual la lucha contra el CC y el
CG es una exigencia indispensable, pero EEUU no termina de asumir su propio
reto, menos de ponerse a la vanguardia de ese proceso. EEUU está sitiado y
ahogado por el poder de las corporaciones, las súper langostas de este mundo.
Da la impresión que, a su lado, el poder chino o ruso son asuntos de menor importancia.
La conclusión es rotunda y
categórica: sin cambios muy profundos en EEUU, en lo referente a sus
corporaciones y a su sociedad desbocada y extraviada, el mundo no tiene
solución, pues las demás potencias siguen en la edad media.]
Bernie Sanders: A Revolution in American Foreign Policy (foreignaffairs.com)
https://www.foreignaffairs.com/united-states/revolution-american-foreign-policy-bernie-sanders