Carlos Rodrigo Zapata C.
En los últimos estertores de este año, nefasto y destructivo, es indispensable intentar identificar las lecciones que nos entrega, pues de otro modo sólo nos dejaría desolación y mucha tristeza.
El SARS-CoV-2, el nombre técnico del corona virus responsable del COVID 19, se asemeja a un gigantesco espejo en el que toda la humanidad o al menos una gran parte de ella, se ha visto simultáneamente reflejada. ¿Por qué interesa destacar esa circunstancia de este modo?
Porque de pronto nos hemos visto unos a otros en circunstancias semejantes y hemos podido comprender la diversidad de condiciones y respuestas que son capaces de dar las diferentes sociedades. Ha sido como una suerte de catarsis colectiva, en sentido que nos ha mostrado las enormes diferencias existentes para enfrentar un mismo mal que ataca a todos de igual manera, pero causa respuestas y daños muy diferentes.
Las diferencias más evidentes se relacionan con la existencia de diversos marcos tecnológico-culturales que les ha permitido a los países asiáticos controlar muy rápidamente la difusión de la pandemia, mientras que a los países occidentales les ha causado daños inauditos, entre los que se hallan los latinoamericanos.
Otra diferencia, pero de orden económico-estructural tiene que ver con las profundas desigualdades que se han hecho evidentes a lo largo y ancho de todo el mundo e incluso al interior de las sociedades más prósperas.
En este sentido, la pandemia ha puesto al desnudo muchas estructuras, tramas de relaciones, omisiones y necedades de este mundo. La mayor de ellas es la desigualdad entre los seres humanos, que por cierto no se limita únicamente a inmensas diferencias de ingresos o riqueza, sino y principalmente de accesos a bienes y servicios públicos. De hecho los Estados existen para una fracción de las sociedades que es tanto menor cuanto mayor es el rezago económico, la corrupción y la falta de derechos y libertades.
La desigualdad multifacética ha salido a relucir con gran fuerza, pues hasta antes de la pandemia muchas carencias pasaban desapercibidas porque los seres humanos mayormente afectados por ellas se daban modos para paliarlas o resolverlas. Pero en un mundo donde las cuarentenas empezaron a proliferar, donde los horarios de desplazamientos se recortaron y se limitaron los movimientos y contactos sociales, todas esas estrategias para superar las estrecheces se vieron seriamente comprometidas. Los países latinoamericanos en particular han visto la importancia determinante de los contactos y relaciones de una población trabajadora ligada al sector informal que vive al día de su trabajo.
En este contexto salieron a relucir con fuerza inusitada algunas de las mayores debilidades de nuestro mundo. El individualismo, el mercado y el neoliberalismo surgieron como causantes de muchos de los vacíos, insuficiencias e incrementos de las desiguales. Las estructuras forjadas a la luz de estas directrices generaron inmensas diferencias, al punto que sus virtudes quedaron profundamente cuestionadas.
También queda en evidencia que las desigualdades afectaron más a grupos humanos que sufren diversos tipos de discriminación. Resulta inaudito constatar que, por ejemplo, los latinos en EEUU sufren en mucho mayor grado con la pandemia que grandes poblaciones de gente muy pobre en África, Asía y en nuestro propio país, tal como ha quedado en evidencia con diversos pueblos indígenas.
Más allá de los daños que nos ha causado y de las diferencias que hemos identificado, el COVID19 también es portador de enseñanzas duras, pero indispensables para comprender donde nos hallamos parados.
Podríamos decir que la pandemia ha actuado como un mensajero de futuros desastres que sucederán inevitablemente si no actuamos ya para enfrentarlos. El caso más extremo se relaciona con la debacle climática en curso. Nos ha mostrado en vivo y en directo algunos de los estragos que le pueden ocurrir a la humanidad si no reacciona a tiempo, si no coordina sus esfuerzos, si no se propone un plan de acción conjunto y de ejecución inmediata. Podríamos decir que el virus resulta un piojo tuerto al lado de los desequilibrios y debacles que nos traerá el calentamiento global si no actuamos de modo oportuno.
También nos ha mostrado que la súper concentración de la riqueza y los ingresos en muy pocas manos es un gran amenaza para la vida misma en el planeta, ya que esa concentración le resta muchos recursos a la humanidad para enfrentar sus críticos problemas, ya que dichos recursos son usados para reproducir y acrecentar esa riqueza, no para enfrentar y superar nuestro álgidos problemas. En lugar de emplear a ejércitos de seres humanos dedicados a cuidar el medio ambiente, los poseedores de esa riqueza están empeñados en emplear a gente para que acrecienten sus ganancias, las que en buena parte no están en sintonía con la reducción del calentamiento global. Estamos enfrentados entre nosotros mismos y trabajando contra nuestro futuro.
En este marco, la pandemia ha tenido la virtud de mostrarnos en cinemascope y tecnicolor lo que significa invadir los espacios de la naturaleza impunemente. Los investigadores señalan que el virus saltó del reino animal al mundo humano por la invasión de los espacios que requiere el mundo animal. Por lo que también nos dicen los investigadores, esta situación ha abierto las llaves de par en par para que muchos otros virus sigan esa misma senda, con consecuencias completamente desconocidas e imprevisibles para la salud de la población mundial.
En estos sentidos –la advertencia respecto a la debacle climática, los costos de irrespetar el reino animal y la concentración del ingreso y la riqueza– la pandemia puede y debe ser vista como un regalo divino, una advertencia durísima de las consecuencias horrendas que mayores desequilibrios pueden ocasionar sobre la humanidad y sus perspectivas de vida y progreso.
Sabemos que los desastres son históricamente hablando las más importantes parteras de la humanidad y la civilización. No hay ningún gran logro humano que haya sucedido a lo largo de la historia humana que no haya sido empujado significativamente por algún gran desastre. Por lo que podemos apreciar, el desastre se convierte una vez más en nuestro maestro. La métrica humana del progreso no logra apartarse de ese marcador de deberes y obligaciones tan omnipotente.
Nunca hemos logrado anticiparnos a los desastres, ya que ni el mejor manejo de los riesgos e incertidumbres, ni el mayor desarrollo de la prospectiva y tampoco todas nuestras mejores comprensiones de las leyes de movimiento de la materia y el pensamiento han sido suficientes para dejar de ser tiranizados por la lógica de los desastres.
Mi único deseo para el 2021 es que nos traiga el tiempo de las comprensiones, los acuerdos y las decisiones que nos permitan no solo encontrar la mejor manera de vencer esta pandemia, sino también enfrentar las debacles que ya tocan las puertas de nuestro destino.