(*) Publicado en: Periódico Ultima Hora, La Paz, Bolivia, 12 de junio de 1992.
Las
últimas víctimas de un prolongado proceso civilizatorio basado en la
consigna de conquistar la naturaleza ya se encuentran en el patíbulo.
Esta vez los afectados no son pueblos, culturas, razas u olvidadas
minorías, esta vez son los fundamentos de la vida humana los que nos
aprestamos a someter definitivamente. El aire, el agua, los bosques y
selvas y las tierras cultivables son las víctimas, condenadas sin
tribunal y a punto de ser ejecutadas sin apelación.
“The
point of non return” parece haber sido alcanzado, ese umbral más allá
del cual la especie humana y las otras especies vivientes tienen poca o
ninguna chance más de supervivencia. La devastación de estos recursos a
escala mundial no tiene freno ni medida, tampoco parece suficiente la
diaria amenaza de la supervivencia planetaria para emprender acciones a
escala mundial para hacer frente a este desastre, ni qué hablar de la
capacidad humana de diálogo y concertación para encontrar soluciones.
La
a toda luces ilimitada capacidad humana de liquidación de los
fundamentos de su propia vida está estrechamente ligada a la idea que
los recursos naturales son bienes libres por existir en abundancia,
idea no revisada hasta el presente.
Ya
desde los albores de la civilización humana, todas las generaciones no
han hecho otra cosa que procurar sacar el máximo provecho de los
recursos naturales sin considerar los daños y perjuicios que puedan
causarles a su propia capacidad de regeneración. Importa que el agua
utilizada sea pura y cristalina, mas no los residuos y deshechos que
contenga una vez aprovechada; el aire debe ser purificado y en lo
posible liberado de todo germen cuando ingresa en un proceso productivo,
pero liberado a “su” suerte con todas las emanaciones nocivas y
residuos venenosos que haya adquirido en ese proceso, y así
sucesivamente con los otros candidatos al patíbulo.
Disputamos
la propiedad de los recursos naturales como medio de generación de
“riqueza”, pero no nos responsabilizamos por “su” destino como si fuera
algo externo a la especie humana, como si la capacidad de regeneración
de la naturaleza fuera ilimitada. Por ello no llama la atención que los
predios de las grandes fábricas químicas, centrales de energía y otros
centros que contribuyen a la devastación de los fundamentos de la vida
humana se hallen extremadamente protegidos y resguardados, pero los
mares, lagos, ríos, atmósfera y otros lugares del planeta más bien
parezcan tierra de nadie, huecos negros donde se acumulan los desechos
industriales. Aquí nadie es ni se siente propietario, pues estos huecos
negros son funcionales a la propiedad privada.
¿Qué
sería de gran parte de esa industria que se pavonea de sus más
sofisticados productos si no existieran esos huecos negros? La paradoja
de la institución de la propiedad privada que nos plantea la devastación
del planeta es simple: para reafirmarla y sustentarla, es necesario al
mismo tiempo negarla. Para satisfacer las disposiciones de las
autoridades ecológicas en los países más industrializados, las empresas
no dudan en intentar despachar sus cargas de residuos letales químicos,
atómicos y otros a cualquier lugar “apartado” del globo. Aquí si que no
es posible descubrir la idea intensamente difundida por los movimientos
ecologistas de que todos nos hallamos en el mismo bote, próximo a
naufragar. Los países del Tercer Mundo son otro de esos huecos negros
necesarios para la pervivencia de la institución de la propiedad
privada.

Por ello, la Cumbre
ecológica de Río, más que el intento por presentar soluciones de
emergencia a una naturaleza en crisis, es y debe ser un profundo examen
de conciencia de la cultura y civilización humanas aferradas a los mitos
del progreso material y el crecimiento económico.
(*) Publicado en: Periódico Ultima Hora, La Paz, Bolivia, 12 de junio de 1992.