Adriana Montenegro Oporto (*)
La mayor parte de lo que conocemos como historia y teoría económica, al tomar
como base de su análisis al homo
economicus, ignora (aunque podría intentar no hacerlo explícitamente) las
particulares condiciones y contribuciones económicas de las mujeres. Cuando
éstas son incorporadas al análisis, su incorporación suele hacerse desde una
perspectiva estereotipada de la naturaleza de sus relaciones sociales y
económicas: Son tratadas como esposas y madres dentro de una familia nuclear
considerada una institución armoniosa; como trabajadoras menos productivas que
los hombres en el trabajo de mercado y como dependientes económicamente de sus
maridos (Carrasco, 2006). Si bien estos son roles tradicionalmente asumidos por
las mujeres, no son los únicos, y no podemos ignorar, por ejemplo, la
importancia de las grandes masas de trabajadoras textiles que participaron en
la Revolución Industrial o la Revolución Rusa, o el papel fundamental que
tuvieron las mujeres de los mercados parisinos cuando realizaron sobre
Versalles la “marcha por el pan” durante la Revolución Francesa, sólo por
mencionar algunos acontecimientos.
Proponernos
analizar el papel de la mujeres en el desarrollo del capitalismo es una manera
de cuestionar el sesgo androcéntrico de la economía que se evidencia por un
lado, en su virtual desaparición en toda la historiografía relacionada al tema,
y por el otro, en las representaciones teóricas centradas en el mercado, donde
se omite la importancia de las actividades no remuneradas o sin valoración
mercantil, orientadas fundamentalmente al cuidado y reproducción de la vida
humana, y realizadas a lo largo de la historia mayoritariamente por las
mujeres.
¿Dónde estábamos nosotras mientras la historia sucedía?
Como
sabemos, los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX señalan la
transición de la edad moderna a la contemporánea, caracterizada por el
desarrollo científico y técnico, y fundamentada sobre tres pilares: el
racionalismo, el empirismo y el utilitarismo. Un nuevo mundo, anunciado
teóricamente por los filósofos de la Ilustración, fue posible gracias a dos
procesos revolucionarios: Por un lado, las revoluciones políticas que
derribaron el absolutismo y sentaron un embrión de democracia y la revolución
industrial que transformaría los métodos tradicionales de producción en formas
de producción masiva (Varela, 2008).
Las
revoluciones fueron posibles porque, además de una serie de razones económicas
objetivas -malas cosechas, hambrunas, fluctuaciones demográficas y económicas,
alza de los precios-, comenzaba una nueva forma de pensar. Por primera vez en la historia se defienden
los principios de igualdad y ciudadanía, cristalizados el 28 de agosto de 1789,
cuando se proclama en Francia la Declaración de los Derechos del Hombre, aunque
tal como anota Ana De Miguel, cuando escribieron “hombre” no querían decir ser
humano o persona, se referían exclusivamente a los varones, puesto que ninguno
de esos derechos fue reconocido para las mujeres: “Las mujeres de la Revolución
Francesa observaron con estupor cómo el nuevo Estado revolucionario no
encontraba contradicción alguna en pregonar a los cuatro vientos la igualdad universal
y dejar sin derechos políticos a todas las mujeres”.
Esta
situación fue notada por pensadoras como Olimpia de Gouges y Mary
Wollstonecraft, pero también por muchas otras mujeres que en aquella época comenzaban a vivir de forma distinta,
cuestionando su reclusión obligatoria en la esfera doméstica. Ellas exigieron el derecho a la educación, al
trabajo, al voto, además de la protección de sus intereses dentro del
matrimonio y respecto a los hijos. A todas estas mujeres, que integraron lo que
se conoce como Primera Ola del Feminismo, les esperaría la muerte por sus
vindicaciones, y unos años más tarde, el Código de Napoleón, imitado después
por toda Europa, exigiría en su artículo 321 la obediencia de la mujer al
marido, quedando consagrada la minoría de edad perpetua de las mujeres en lo
civil y económico: “Eran consideradas hijas o madres en poder de sus padres,
esposos e incluso hijos. No tenían
derecho a administrar su propiedad, fijar o abandonar su domicilio, ejercer la
patria potestad, mantener una profesión o emplearse sin permiso, […] (tampoco
podían) rechazar a su padre o marido violentos” (Valcárcel, 2001).
Spinning Jenny - invented in 1764 by James Hargreaves |
Sin
embargo, cabe señalar que en la heterogeneidad de condiciones entre las
mujeres, no todas enfrentaron el mismo tipo de problemas. Mientras las mujeres
burguesas eran, mediante estas leyes, confinadas a sus hogares, la situación de
las mujeres campesinas era muy diferente: para ellas, quedarse en casa no era
una posibilidad, el hambre las expulsaba de sus hogares en busca de trabajo,
por muy precario que éste fuera. Dos hitos tecnológicos de la Revolución
Industrial son fundamentales para entender la incorporación femenina al campo
laboral: La invención de la máquina a vapor, que al intensificar la producción
hizo que se requieran mayor número de obreros, convirtiendo a la mujer en un
instrumento útil para el trabajo; y la invención de la máquina de hilar llamada
“Spinning Jenny”, capaz de montar hasta 80 hilos y que podía ser puesta en
marcha por una sola persona. En este contexto de crecimiento industrial, las
campesinas pobres se dirigieron a las ciudades para emplearse como obreras desde una tempranísima
edad. Sin embargo, a pesar de estar integradas al mercado, no lo estuvieron en
igualdad de condiciones, sus salarios fueron siempre menores que los de los
trabajadores varones, y estuvieron casi completamente concentradas en la
industria textil y la de servicios domésticos, que eran entendidas como
prolongaciones de sus típicas labores “naturales”.
La exclusión económica de las mujeres como base fundamental para el despegue del capitalismo
Entendemos
que ningún proceso histórico surge de la nada, y que generalmente podemos
encontrar justificaciones materiales para los hechos sociales e ideológicos. Por
esto cabe preguntarnos de dónde salieron las medidas que excluyeron a las
mujeres de la historia y el desarrollo económicos, y por qué las reproducimos.
Foucault (1976) analiza los discursos sobre la diferenciación sexual en las
sociedades modernas a partir del siglo XVII, donde sitúa el comienzo de las
represiones propias de la sociedad burguesa en cuanto a la diferenciación
sexual y que se aceleraron en el siglo XVIII con una “explosión discursiva en
torno y a propósito del sexo”. Esto sucede debido a que el naciente Estado, en
medio del auge industrial, comenzó a entender a la población (fuerza de
trabajo) como riqueza, y por lo tanto, se dio a la tarea de “expulsar de la
realidad las formas de sexualidad no sometidas a la economía estricta de la reproducción:
decir no a las actividades infecundas, proscribir los placeres vecinos, reducir
o excluir las prácticas que no tienen la generación como fin”, y para esto utilizaría sus dispositivos institucionales (pedagogía,
religión, psiquiatría, etc) y emplearía estrategias discursivas para implantar
la noción de la familia nuclear, clasificando ciertas prácticas sexuales como
anómalas, controlando la procreación y sexualizando el cuerpo femenino
para “asegurar la población, reproducir
la fuerza de trabajo, mantener la forma de las relaciones sociales y en
síntesis, montar una sexualidad económicamente útil y políticamente
conservadora”. Por lo tanto, la sexualidad, comúnmente pensada como un asunto
natural y privado, empezó a construirse culturalmente de acuerdo a los
objetivos políticos de la clase dominante.
Pensar la
importancia que el disciplinamiento sexual y reproductivo - aspecto ignorado
por los economistas e historiadores clásicos – tuvo para el desarrollo del
capitalismo, es ya una ruptura considerable en los esquemas del análisis, pues
cuando el trabajo se entiende como la principal fuente de riqueza, el control
sobre las decisiones de las mujeres adquiere un nuevo significado. Este es un
aspecto del capitalismo que ni siquiera Marx pudo reconocer a cabalidad, puesto
que la producción se identifica generalmente con la industrialización, con las
máquinas y la industria a gran escala, mientras que la procreación y el trabajo
doméstico, parecerían ser el opuesto de la actividad industrial.
Federici (2004) analiza el objetivo de reproducción social como fundamental para la
creación del discurso de género, pues en el proceso de acumulación originaria
del capital, el Estado necesitaba disciplinar a las mujeres para asegurarse de
que cumplan su papel reproductor, y además, completar el círculo con la
devaluación de su trabajo; en este sentido, el género “se crea” para asegurar
la supervivencia y hegemonía de clase, desprendiendo el Estado, con este fin,
su aparato institucional cristalizado en la creación de normativas legales como
la prohibición de que una mujer viva sola o que realice actividades económicas
por su cuenta . Se generó, por otra parte, un amplio debate tanto en el ámbito
culto como en el popular acerca de la naturaleza de las virtudes y los vicios
femeninos, presentándose la delicadeza, debilidad, dependencia, irracionalidad,
etc. como atributos de la feminidad, así como la realización de las labores
domésticas y de cuidado como habilidades inherentes a la misma.
La misma
autora, una de las intelectuales que más ha trabajado sobre el rol de las
mujeres en el proceso de formación capitalista, remarca que sin la degradación
del trabajo femenino, la acumulación originaria habría sido imposible: si el
capitalista hubiese tenido que pagar en algún momento por el trabajo
reproductivo que le permite contar con mano de obra (entiéndase reproductivo en
un sentido amplio, que implica no solamente la reproducción biológica sino el
cuidado y trabajo que requiere la conservación del capital humano), la plusvalía
sería inviable. Una revisión de las condiciones en que se realiza este tipo de
trabajo hoy en día, nos permitiría afirmar que la misma observación está aún
vigente.
Bibliografía
CARRASCO,
Cristina. La economía feminista: Una
apuesta por otra economía. Estudios sobre género y economía, María Jesús
Vara (coord.), Ed.
Akal, Madrid, 2006.
Akal, Madrid, 2006.
DE MIGUEL,
Ana. Feminismos, en Amorós, Celia
(dir.). 10 palabras claves sobre mujer,
Editorial Verbo Divino, Estella, 4ª ed., 2002.
FEDERICI, Silvia. Caliban and the Witch: Women, the Body and Primitive Accumulation. Autonomedia, 2014.
FOUCAULT, Michel. Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber. Siglo veintiuno editores, 1977.
LAURETIS, Teresa de. Technologies of gender: Essays on theory, film and fiction. Indiana University Press, 1987.
VALCÁRCEL,
Amelia. La memoria colectiva y los retos del feminismo. Serie “Mujer y
desarrollo” CEPAL/ECLAC. Santiago de Chile, marzo de 2001.
VARELA,
Nuria. Feminismo para principiantes. Ediciones
B. Barcelona – España, octubre de 2008.
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(*) Adriana Montenegro Oporto es economista y al presente se halla cursando la carrera de sociología. Es militante feminista y se está especializando en temas de género. La Paz.