14 diciembre 2010

Bolivia, país de alto riesgo


Carlos-Rodrigo Zapata C.

En las últimas décadas se ha podido observar un crecimiento irrefrenable de los desastres a escala mundial, tanto en frecuencia, como en magnitud y extensión. Un estudio de NNUU revela que el crecimiento en el impacto o daño que causan los desastres, ocasionados por inundaciones, huracanes, deslizamientos, incendios y otros, se ha multiplicado 14 veces en los últimos 40 años del Siglo XX, al pasar de 39 mil millones a 560 mil millones de dólares los costos que anualmente ocasionan los desastres a la economía mundial.


La explicación actual de este fenómeno señala de modo unánime al ser humano y su intervención depredadora sobre su propio hábitat como el gran causante o responsable de esta debacle, al punto que la especie humana es considerada cada vez más una especie suicida, pues parece empeñada en destruir sus propias bases de sustentación, extremo al que no llega ninguna (otra) especie animal conocida.

La culminación actual de este proceso de destrucción masiva de nuestras bases de vida se expresa de modo patético en el cambio climático, el que mediante el calentamiento esperado de la atmósfera terrestre en 3 a 5 grados centígrados en el curso del presente siglo, desencadenará el deshiele de los polos y nieves eternas, así como una cantidad impredecible de mutaciones y desajustes de la flora, la fauna y los biotopos respecto de sus comportamientos tradicionales, cambios que alterarán profundamente los sistemas tradicionales de producción, ya que los conocimientos y medios disponibles quedarán en muchos casos obsoletos o en desuso, a la par que se requerirá una multiplicidad de nuevos recursos y saberes para adaptarse a las nuevas condiciones que nos imponga el clima.

El cambio climático es un mal público global, una externalidad negativa, que constituye una amenaza sin parangón para las sociedades y la existencia misma de la especie humana. Nos toca sufrir sus consecuencias, hayamos o no contribuido a provocar ese efecto, a la par que debemos desarrollar con urgencia las capacidades necesarias para preparar a la sociedad a convivir con las consecuencias que nos está trayendo este cambio, sin dejar de lado la lucha por evitar el calentamiento planetario.

Más allá de esta amenaza global, el incremento de los desastres a escala local también surge por los “problemas no resueltos del desarrollo” que conforman una cadena social e institucional de errores, omisiones y malas prácticas, tanto en los procesos de ocupación territorial (inadecuada construcción y emplazamiento de la infraestructura), como en el manejo no sostenible de los recursos naturales renovables. Por decirlo de modo simple, si bien en todas partes llueve, sólo se caen casas en lugares altamente vulnerables, expuestos a deslizamientos.

El Abc de la gestión de riesgos señala que los desastres son riesgos no manejados y que los riesgos a su vez son el resultado de amenazas (inundaciones, huracanes, sismos, etc.) y vulnerabilidades (exposición al peligro de elementos valiosos para la vida humana). De ahí podemos concluir que sólo limitando los posibles efectos de las amenazas y previniendo o restringiendo las vulnerabilidades, sería posible reducir los riesgos de desastres.


Ello significa que no existe un designio divino que ocasiona desastres, sino un comportamiento humano irresponsable con sus propios congéneres. Los desastres afectan más gravemente a los sectores más empobrecidos y marginales de la sociedad. Ello se debe a que dichos sectores sociales sólo pueden acceder a emplazamientos más riesgosos, a tierras marginales, a una cobertura de servicios más precaria o ninguna, de modo que los desastres no sólo los castigan más severamente, sino que además tienen menos recursos para prevenir los impactos y también para limitar sus consecuencias. Si a ello se agrega la falta de políticas territoriales y sectoriales necesarias para formar una cultura de prevención de riesgos de desastres, entonces será inevitable que los desastres castiguen cada vez más a la sociedad, y particularmente a los sectores más desvalidos.

La mejor política social en esta materia, comprometida con los sectores sociales más vulnerables, es aquella que se ocupa de invertir en prevención, pues como ha sido establecido en estudios de larga data, por 1 dólar invertido en prevención se ahorra 7 dólares en reparación y reconstrucción. En este marco, no es casual que los holandeses tengan planes millonarios para protegerse frente a la crecida del mar prevista hasta en más de 1 metro hacia fines del siglo XXI, por lo que han formulado planes de gran alcance para fortalecer su red de polders y barreras de protección, pues saben que no hacerlo, no invertir las sumas que dicha protección les exige, podría significar, el fin del país mismo.


En el caso de Bolivia se puede apreciar que los daños y pérdidas que ocasionó El Niño 1998 alcanzaron la suma de 527 millones de dólares, equivalentes al 7% del PIB de 1998, según estudio de la CAF. De ese monto, el 40% se debió a pérdidas directas, es decir ocasionadas directamente por las sequías e inundaciones que trajo El Niño, y el 60% a pérdidas indirectas, en buena parte resultantes de demoras en la rehabilitación de servicios, reparación de caminos y otros. Por otra parte, el 53% se debió a daños por sequía y el 47% a daños por inundación. Adicionalmente, el 50% se debió a pérdidas en la producción y el 43% a pérdidas en el acervo de capital, principalmente infraestructura caminera.



En el caso de El Niño 1983, la CEPAL estima que el costo total que sufrió nuestro país fue de 1372 millones de dólares, equivalentes al 17% del PIB de ese año, y que el 12% de ese costo se debió a daños en infraestructura, mientras que el 85% de ese monto se debió a daños a los sectores productivos. Si sumamos el costo total ocasionado por esos dos eventos climáticos en 1983 y 1998 y lo comparamos con el crecimiento económico registrado entre esos años, podremos apreciar que la sociedad boliviana debía destinar aproximadamente dos terceras partes del crecimiento económico logrado a lo largo de esos 15 años para cubrir la factura que nos presentó El Niño.

Si a ello agregamos que el costo ocasionado por los pequeños desastres -usualmente, escasamente registrados y difundidos- cuando menos duplica el costo o el daño ocasionado por los grandes desastres -tal como se ha podido apreciar en estudios realizados en diferentes países y regiones- , entonces podemos ver que la problemática ocasionada por los desastres se constituye en la manifestación más cruel y aguda de este proceso desbocado e irresponsable de aniquilación de nuestro hábitat y, consiguientemente, la capacidad de respuesta orgánica que requieren desarrollar las sociedades y sus Estados, se convierte en la tarea más urgente.

A modo de síntesis, señalemos las principales razones por las que consideramos que Bolivia es un país de alto riesgo: por la creciente frecuencia y magnitud de los desastres; la escasa información y reducida identificación de riesgos; la baja percepción de riesgos en la población y la incipiente participación ciudadana en la gestión de riesgos; la constante acumulación de daños que ocasionan los desastres sobre infraestructura y medio ambiente; la imposibilidad material del país para cubrir su cuenta anual de desastres; la débil institucionalidad existente; la incipiente formulación y aplicación de políticas para la gestión integral de riesgos; la completa falta de seguros y sistemas de transferencias de riesgos.

La única forma seria y responsable de hacer frente a los desastres es actuar sobre los factores generadores del riesgo con la mayor anticipación y antelación posible, lo cual exige pasar de una sociedad de altos riesgos a una cultura de prevención, corresponsable y solidaria.

Fotos:
- Vista del lago Poopó, nuestro mar de Aral, en el Altiplano de Oruro a 3690 msnm.
- Vista de derrumbe en la ciudad de La Paz, barrio de Huanu Hununi, febrero 2010.

[Originalmente publicado en El Diario (Bolivia), 14 de noviembre de 2006, aquí con algunas complementaciones]